The Critic
Que las cosas a veces no son como uno las espera es, a estas alturas de la vida, algo demasiado obvio. Pero no siempre fue así. No siempre uno quiso que fuera así. Llegar a un lugar y advertir que la postal interior no calza con la imagen ante los ojos, como una Plaza San Marco en Venecia, sin palomas, mojada, vacía, definitivamente no era lo que yo esperaba o, se suponía, debía esperar.
Había llegado el día anterior por la tarde a la Isla Della Giudecca, había visto el sol reflejarse en el agua y luego ponerse tras las cúpulas y torres, escuchando el murmullo de mil idiomas, con una brisa muy tibia. La Gran Venecia. Pero en la mañana el mar estaba gris y las góndolas negras se veían más bien tétricas que románticas, meciéndose en los canales. Ese día habría una competencia náutica y el transporte en vaporetto, no más que una micro flotante, estaría suspendido todo el día. Me costó llegar a la famosa plaza, me mojé entera. Hacía un frío horrible y yo traía un resfrío romano que no me estaba haciendo las cosas muy agradables. Vi el famoso puente de los suspiros, pero en esas circunstancias no le encontré la gracia que esperaba. Para peor, cuando quise irme de la plaza, traté de salir de ahí, para ir al Rialto, me perdí. Me di mil vueltas, siguiendo esos cartelitos que decían Per Rialto, y siempre terminaba, como en el Wolfenstein, de vuelta en la plaza. Pensando en cómo iba a hacer para salir de ahí y volver a la estación, donde tenía mis cosas listas para tomar el tren, me di cuenta que estaba atrapada, porque ni siquiera podía tomar un vaporetto. Y me puse mal genio. Así que me senté en un portal, al menos para esperar a secarme un poco. Eso fue cerca del Café Florian, el café del millón de dólares, donde la música de un cuarteto de cuerdas comenzó a llegarme como el olor de la comida al perro con hambre, y terminé por quedarme quieta.
A pesar de la tos que tenía, saqué un cigarro y mi encendedor y me puse a esperar a que pasara la lluvia. El encendedor, un Zippo, me lo había regalado Sweet Bastard, el que me había roto el corazón casi un año antes. No funcionó. El encendedor. Repetí varias veces y nada. Entonces apareció una llama frente a mi cigarro. Otro Zippo. Como en una película, lo prendo, aspiro y miro hacia arriba, y un tipo cualquiera me sonríe y me pregunta en inglés si puede sentarse a mi lado. No está mal, me digo, pasar la lluvia conversando con un extranjero en Venecia. Al fin y al cabo, venía de ver Antes del Amanecer y tenía la secreta esperanza de pasar por algo así. No era Ethan Hawke, ni nada parecido, pero con unos buenos ojos verdes y pestañas muy negras, podía darle el beneficio de la duda.
Lo mejor de conversar con extraños en viaje es que uno tiene mucho tema y puede ser la mujer más irresistible e inolvidable que ellos hayan conocido en su vida, y no vivirán para confirmarlo. Lo mismo se aplica al revés, eso sí. Mark era un periodista de Venice, California. Algo así como un crítico de rock. Y como siempre envidié a esos elegidos que se las arreglan para que les paguen por escuchar discos y contarnos al resto de los mortales si les gusta o no, supe que tenía que quedarme ahí. Debo decir que a él no le hizo gracia mi simplificación de su arte.
No podíamos parar de hablar. Tampoco paraba de llover. Entre historias de bandas y canciones, sus entrevistas al mismísimo Cobain y carretes con ilustres héroes de la música, dejamos el portal y nos refugiamos en una cafetería. Todavía puedo ver mi mano revolviendo la taza con esa espuma mágica espolvoreada de chocolate italiano, una y otra vez, uno tras otro cappucino. Los cappucinos en Europa son los cortados de Chile. No tienen crema. Las probabilidades de conversar mucho rato con alguien en un viaje son altas. Las de enganchar con afinidades, menores. Pero las de llegar a compartir sensibilidades en fine-tuning y a tajo abierto, esas, son pocas. Las que hacen que algunas personas entren para siempre a nuestro personal Hall of Fame. Y cuando se trata de música, simplemente una cosa lleva a la otra. Porque no sólo hablamos de música. También hablamos de amor. No de amor nuestro, sino de nuestros amores.
Esa noche yo viajaría a Viena. Mark también viajaría en tren una hora antes que yo, hacia Mestre. Así que, sin almorzar y con el estómago lleno de café con leche decidimos pasar el resto de la tarde juntos y caminar a la estación en la noche, porque él sabía cómo llegar. Yo esperaría que el se embarcara y luego tomaría mi tren. My personal Before Sunrise. O algo similar. Mark dijo que yo le parecía aventurera, pues de otra manera no se explicaba qué hacía vagando sola por Europa. Yo me reí. No hay forma de que la mujer más miedosa y asegurada que conozco, pudiera ser eso. Aunque mirando atrás, sí fue una aventura. Mi viaje fue como una versión noventera de la peregrinación a Santiago de Compostela que hacían esos caballeros medievales, que perdían a su dama de trenzas rubias entre las garras de la peste. O porque otro con mejor castillo se las llevaba para siempre. Ellos buscaban consuelo y respuestas. Yo ya había encontrado lo primero. Pero necesitaba respuestas.
Hablamos de lo que pasa cuando hagas lo que hagas, tu canción no es la misma que la de los otros. Y puede que hoy eso esté bien. Pero entonces no. Yo tenía 26 años y ser feliz era todo lo que me importaba. Ser feliz era encontrar a mi soul mate. Y no estaba por ninguna parte. En Santiago, estaba quedándome fuera de todo. Mis amigas que no tenían pololos ya tenían maridos, y pronto comenzarían a tener guaguas. Y ahí estaba yo, huyendo de preguntas corrosivas y comentarios desde la viga en el ojo propio. O yo lo sentía así. Pero en Venecia, esa tarde, estaba entrando en una nueva dimensión, dándole otra mirada a lo que ocurría al otro lado del Atlántico. Una mirada que no estaba nada mal. Yo de verdad pensaba que antes de subirme a ese avión, rumbo al viaje que había soñado siempre, estaba con el Norte perdido, como había dicho uno cuyo nombre no debe pronunciarse. Pero entre música y espuma chocolatada las cosas ya no parecían ser tan así. Tantos días y noches sola, tantos viajes en tren sin hablar con nadie o hablando con extraños que no me conocían, ni yo a ellos; tanto mirar a la gente mientras tomaba cerveza en la calle, tal vez no tenía el norte perdido, sino que nadie, o más bien sólo uno y no precisamente el que me lo dijo, podría ir conmigo hacia ese Norte. Un Norte que era tan destino como el de todos los demás. Si lo encuentran. Si se molestan en buscarlo.
La lluvia paró durante la tarde y nunca lo supimos. El transporte se restableció también. Mark y yo caminamos desde la plaza al vaporetto, y luego navegamos a la estación. Esperamos a que llegara su tren y nos despedimos, con un extraño pero dulce abrazo. Los gringos no suelen abrazar. Siempre he pensado que en otras condiciones, podría haberle dado una oportunidad a esa afinidad inicial. Me dio su e mail, pero se me perdió. O tal vez lo perdí. Uno sabe algunas cosas. Yo todavía tenía mucho camino por recorrer.
Mientras mi tren dejaba Venecia, me acurruqué, me tapé con la frazada y revisé el día. Me dí cuenta que había estado en Venecia, la famosa, la romántica, la que todos aman. Y nunca me saqué la foto entre las palomas. Siempre me acuerdo de Mark. Cuando leo la Rolling Stone, cuando veo a Cobain. Cuando veo la espuma espolvoreada de chocolate. He olvidado muchos de los diálogos de esa tarde, pero tengo esa sensación que dejan las cosas grandes de la vida, esos momentos que son como abrir la cortina a la mañana siguiente de una tormenta y sentir el sol de invierno en la cara. Como dormir siesta en primavera con el sol calentándonos el cuerpo. Y a medida que pasa el tiempo, veo que sí me gustan algunas aventuras. Que necesito hacer las cosas como creo, como quiero, y que estoy dispuesta a asumir el riesgo. Que de verdad no puedo vivir de otra manera. Unos años después encontré a mi soulmate y compartimos nuestro propio diseño para la vida. Leemos juntos el mapa que lleva al Norte. Da lo mismo cómo nos vean otros. Hoy me hace tanto sentido que me haya tocado una plaza San Marco diferente. Que nunca haya estado en el Rialto. Porque todos van al Rialto. Todos sonríen entre palomas. Pero mi Venecia, de lluvia y café y música, es única y a mi me gustó.
Había llegado el día anterior por la tarde a la Isla Della Giudecca, había visto el sol reflejarse en el agua y luego ponerse tras las cúpulas y torres, escuchando el murmullo de mil idiomas, con una brisa muy tibia. La Gran Venecia. Pero en la mañana el mar estaba gris y las góndolas negras se veían más bien tétricas que románticas, meciéndose en los canales. Ese día habría una competencia náutica y el transporte en vaporetto, no más que una micro flotante, estaría suspendido todo el día. Me costó llegar a la famosa plaza, me mojé entera. Hacía un frío horrible y yo traía un resfrío romano que no me estaba haciendo las cosas muy agradables. Vi el famoso puente de los suspiros, pero en esas circunstancias no le encontré la gracia que esperaba. Para peor, cuando quise irme de la plaza, traté de salir de ahí, para ir al Rialto, me perdí. Me di mil vueltas, siguiendo esos cartelitos que decían Per Rialto, y siempre terminaba, como en el Wolfenstein, de vuelta en la plaza. Pensando en cómo iba a hacer para salir de ahí y volver a la estación, donde tenía mis cosas listas para tomar el tren, me di cuenta que estaba atrapada, porque ni siquiera podía tomar un vaporetto. Y me puse mal genio. Así que me senté en un portal, al menos para esperar a secarme un poco. Eso fue cerca del Café Florian, el café del millón de dólares, donde la música de un cuarteto de cuerdas comenzó a llegarme como el olor de la comida al perro con hambre, y terminé por quedarme quieta.
A pesar de la tos que tenía, saqué un cigarro y mi encendedor y me puse a esperar a que pasara la lluvia. El encendedor, un Zippo, me lo había regalado Sweet Bastard, el que me había roto el corazón casi un año antes. No funcionó. El encendedor. Repetí varias veces y nada. Entonces apareció una llama frente a mi cigarro. Otro Zippo. Como en una película, lo prendo, aspiro y miro hacia arriba, y un tipo cualquiera me sonríe y me pregunta en inglés si puede sentarse a mi lado. No está mal, me digo, pasar la lluvia conversando con un extranjero en Venecia. Al fin y al cabo, venía de ver Antes del Amanecer y tenía la secreta esperanza de pasar por algo así. No era Ethan Hawke, ni nada parecido, pero con unos buenos ojos verdes y pestañas muy negras, podía darle el beneficio de la duda.
Lo mejor de conversar con extraños en viaje es que uno tiene mucho tema y puede ser la mujer más irresistible e inolvidable que ellos hayan conocido en su vida, y no vivirán para confirmarlo. Lo mismo se aplica al revés, eso sí. Mark era un periodista de Venice, California. Algo así como un crítico de rock. Y como siempre envidié a esos elegidos que se las arreglan para que les paguen por escuchar discos y contarnos al resto de los mortales si les gusta o no, supe que tenía que quedarme ahí. Debo decir que a él no le hizo gracia mi simplificación de su arte.
No podíamos parar de hablar. Tampoco paraba de llover. Entre historias de bandas y canciones, sus entrevistas al mismísimo Cobain y carretes con ilustres héroes de la música, dejamos el portal y nos refugiamos en una cafetería. Todavía puedo ver mi mano revolviendo la taza con esa espuma mágica espolvoreada de chocolate italiano, una y otra vez, uno tras otro cappucino. Los cappucinos en Europa son los cortados de Chile. No tienen crema. Las probabilidades de conversar mucho rato con alguien en un viaje son altas. Las de enganchar con afinidades, menores. Pero las de llegar a compartir sensibilidades en fine-tuning y a tajo abierto, esas, son pocas. Las que hacen que algunas personas entren para siempre a nuestro personal Hall of Fame. Y cuando se trata de música, simplemente una cosa lleva a la otra. Porque no sólo hablamos de música. También hablamos de amor. No de amor nuestro, sino de nuestros amores.
Esa noche yo viajaría a Viena. Mark también viajaría en tren una hora antes que yo, hacia Mestre. Así que, sin almorzar y con el estómago lleno de café con leche decidimos pasar el resto de la tarde juntos y caminar a la estación en la noche, porque él sabía cómo llegar. Yo esperaría que el se embarcara y luego tomaría mi tren. My personal Before Sunrise. O algo similar. Mark dijo que yo le parecía aventurera, pues de otra manera no se explicaba qué hacía vagando sola por Europa. Yo me reí. No hay forma de que la mujer más miedosa y asegurada que conozco, pudiera ser eso. Aunque mirando atrás, sí fue una aventura. Mi viaje fue como una versión noventera de la peregrinación a Santiago de Compostela que hacían esos caballeros medievales, que perdían a su dama de trenzas rubias entre las garras de la peste. O porque otro con mejor castillo se las llevaba para siempre. Ellos buscaban consuelo y respuestas. Yo ya había encontrado lo primero. Pero necesitaba respuestas.
Hablamos de lo que pasa cuando hagas lo que hagas, tu canción no es la misma que la de los otros. Y puede que hoy eso esté bien. Pero entonces no. Yo tenía 26 años y ser feliz era todo lo que me importaba. Ser feliz era encontrar a mi soul mate. Y no estaba por ninguna parte. En Santiago, estaba quedándome fuera de todo. Mis amigas que no tenían pololos ya tenían maridos, y pronto comenzarían a tener guaguas. Y ahí estaba yo, huyendo de preguntas corrosivas y comentarios desde la viga en el ojo propio. O yo lo sentía así. Pero en Venecia, esa tarde, estaba entrando en una nueva dimensión, dándole otra mirada a lo que ocurría al otro lado del Atlántico. Una mirada que no estaba nada mal. Yo de verdad pensaba que antes de subirme a ese avión, rumbo al viaje que había soñado siempre, estaba con el Norte perdido, como había dicho uno cuyo nombre no debe pronunciarse. Pero entre música y espuma chocolatada las cosas ya no parecían ser tan así. Tantos días y noches sola, tantos viajes en tren sin hablar con nadie o hablando con extraños que no me conocían, ni yo a ellos; tanto mirar a la gente mientras tomaba cerveza en la calle, tal vez no tenía el norte perdido, sino que nadie, o más bien sólo uno y no precisamente el que me lo dijo, podría ir conmigo hacia ese Norte. Un Norte que era tan destino como el de todos los demás. Si lo encuentran. Si se molestan en buscarlo.
La lluvia paró durante la tarde y nunca lo supimos. El transporte se restableció también. Mark y yo caminamos desde la plaza al vaporetto, y luego navegamos a la estación. Esperamos a que llegara su tren y nos despedimos, con un extraño pero dulce abrazo. Los gringos no suelen abrazar. Siempre he pensado que en otras condiciones, podría haberle dado una oportunidad a esa afinidad inicial. Me dio su e mail, pero se me perdió. O tal vez lo perdí. Uno sabe algunas cosas. Yo todavía tenía mucho camino por recorrer.
Mientras mi tren dejaba Venecia, me acurruqué, me tapé con la frazada y revisé el día. Me dí cuenta que había estado en Venecia, la famosa, la romántica, la que todos aman. Y nunca me saqué la foto entre las palomas. Siempre me acuerdo de Mark. Cuando leo la Rolling Stone, cuando veo a Cobain. Cuando veo la espuma espolvoreada de chocolate. He olvidado muchos de los diálogos de esa tarde, pero tengo esa sensación que dejan las cosas grandes de la vida, esos momentos que son como abrir la cortina a la mañana siguiente de una tormenta y sentir el sol de invierno en la cara. Como dormir siesta en primavera con el sol calentándonos el cuerpo. Y a medida que pasa el tiempo, veo que sí me gustan algunas aventuras. Que necesito hacer las cosas como creo, como quiero, y que estoy dispuesta a asumir el riesgo. Que de verdad no puedo vivir de otra manera. Unos años después encontré a mi soulmate y compartimos nuestro propio diseño para la vida. Leemos juntos el mapa que lleva al Norte. Da lo mismo cómo nos vean otros. Hoy me hace tanto sentido que me haya tocado una plaza San Marco diferente. Que nunca haya estado en el Rialto. Porque todos van al Rialto. Todos sonríen entre palomas. Pero mi Venecia, de lluvia y café y música, es única y a mi me gustó.
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