Some Guys Have All The Luck
Some guys have all the luck
Some guys have all the pain
Some guys get all the breaks
Some guys do nothing but complain
JP llegó al curso en segundo año. Era callado al principio, siempre estaba como mirando desde lejos, observando detrás de sus ojos gigantes. Lo reconocí porque era uno de los que ayudaban en misa. Creo que iba casi todos los días. Algunos lo creían, pero yo nunca pensé que sería cura.
Yo todavía siento que esto nunca debió pasar. A veces hasta me parece que no pasó. Un día Lunes, de vuelta de vacaciones de septiembre, nos dijeron. Y esa misma noche fuimos a despedirlo al aeropuerto. Nadie sabía muy bien qué decirle, ¿suerte? bien poco atinado; ¿nos vemos pronto?, quién podía saberlo; un abrazo y probablemente una tonta talla, ya no me acuerdo bien como fue. Sólo me acuerdo que me sentía triste.
Fue entonces cuando decidí convertirme en algo así como sus ojos aquí. Yo le contaba todo lo que pasaba en la vida que había dejado. Eran cartas muy largas, y me entretenía escribiéndolas. No le respondía a nadie, pero yo me lo imaginaba leyéndolas, riéndose, seguro y sabía que estaba haciendo lo que los amigos deben hacer. Inesperadamente, para Navidad me escribió. Me reí mucho. Pero me dio pena también. Esa fue la única vez. Nadie más recibió nada, nunca más. Yo seguí por mucho tiempo escribiéndole de lo que pasaba aquí y me iba enterando de las cosas que estaba pasando allá.
Un día JP volvió. Me pareció por un momento como si nada hubiera cambiado. Era él, con los ojos de siempre, la risa de siempre, todo lo de siempre. Pero fue un pensamiento idiota. El ya no era como todos nosotros. Por fuera, podía verse sólo un poco diferente, pero por dentro no; uno sentía muchas ganas de saber cómo era ahora la vida para él, qué sentía, qué pensaba. Nadie se atrevía a preguntar y yo menos.
En la época que JP llegó, yo estaba muy triste. Un día nos sentamos juntos en una clase. El, que no era tonto y sabía mirar a su alrededor, comenzó a hacerme preguntas y yo a responderlas, al principio en forma más bien mecánica. Escribí partes de esa conversación alguna vez. Fue muy bonita. En la hora veinte que duró la clase, hablamos de mil cosas. Cosas que eran importantes en ese tiempo, y que lo son más ahora, tantos años después.
Un día en la tarde yo venía de Providencia y decidí pasar a misa. Pensé que era una casualidad, pero de pronto me di cuenta que estaba él y varios de sus amigos más cercanos. Era una despedida. Nadie más lo sabía, pero tenía que volver a Houston.
Esta vez las cosas no fueron como la primera vez. Ya no había tanto optimismo. El tiempo pasó, nosotros salimos de la universidad, de hecho. Y el día de la ceremonia de egreso de quinto, él estuvo ahí. Fue bonito, pero fue triste, porque cuando vino a saludarme, me costó reconocerlo. Salvo por los ojos. Yo no podía dejar de pensar en lo irónico que era que mientras nosotros estábamos celebrando el recibir nuestro certificado de vida por delante, él tenía los días contados. Pero como JP era tremendo, se las ingeniaba para reírse, incluso de sí mismo y estar siempre por ahí. Incluso en el cumpleaños del Flaco. Esa noche y esto no se me va a olvidar jamás, yo bailaba como si el mundo se fuera a acabar. De pronto me encontré con los ojos de JP al fondo del jardín. Me rompió el corazón. A veces trato de imaginarme lo que habrá estado pensando mientras nosotros nos reventábamos, tomado y fumando como se hace a esa edad. Me sentí culpable. Pero también a veces he pensado que él quería estar ahí, quien sabe, si se aferraba a la vida a través de nosotros. No lo sé. Nunca lo sabré, pero esa mirada me va a doler toda la vida.
JP se murió a los 23. Eso es lo que no debió pasar. Fue un primer viernes de mes. Estuve con él diez días antes. Me avisaron para ir a verlo a la clínica. Decían que estaba insoportable, que había terminado con su novia, que peleaba con todos, pero ese día se veía tranquilo. El muy maldito todavía conservaba el humor. Yo me sentía una estúpida, no sabía qué decirle, sabiendo que no iba a verlo nunca más, pero aún así le hablé de cosas que francamente para él no tenían ninguna importancia. Pensé que ya tendría bastante de despedidas densas y tal vez lo que quería era justamente escuchar mis tonteras.
No hay muerto malo, eso lo sabemos y hasta puedo imaginarlo a él mismo diciéndolo. Pero era de verdad un tipo increíble. Yo lo pienso ahora y veo que lo de JP nos enseñó un buen par de cosas. Sobre todo, darnos cuenta que no éramos inmortales. Que las cosas sí pueden salir mal. Incluso a los 20. A mí me parece una suerte haberme tropezado con él. Después de esa conversación en clase me di cuenta que algunas cosas tenían que cambiar y yo fui más feliz. Eso se lo debo. Pensar que nunca he ido a visitarlo. Me doy cuenta que nunca he querido hacerlo realmente. Porque, como decía antes, a veces de verdad siento que no pasó. Y de alguna manera no pasó.
Some guys have all the pain
Some guys get all the breaks
Some guys do nothing but complain
JP llegó al curso en segundo año. Era callado al principio, siempre estaba como mirando desde lejos, observando detrás de sus ojos gigantes. Lo reconocí porque era uno de los que ayudaban en misa. Creo que iba casi todos los días. Algunos lo creían, pero yo nunca pensé que sería cura.
Yo todavía siento que esto nunca debió pasar. A veces hasta me parece que no pasó. Un día Lunes, de vuelta de vacaciones de septiembre, nos dijeron. Y esa misma noche fuimos a despedirlo al aeropuerto. Nadie sabía muy bien qué decirle, ¿suerte? bien poco atinado; ¿nos vemos pronto?, quién podía saberlo; un abrazo y probablemente una tonta talla, ya no me acuerdo bien como fue. Sólo me acuerdo que me sentía triste.
Fue entonces cuando decidí convertirme en algo así como sus ojos aquí. Yo le contaba todo lo que pasaba en la vida que había dejado. Eran cartas muy largas, y me entretenía escribiéndolas. No le respondía a nadie, pero yo me lo imaginaba leyéndolas, riéndose, seguro y sabía que estaba haciendo lo que los amigos deben hacer. Inesperadamente, para Navidad me escribió. Me reí mucho. Pero me dio pena también. Esa fue la única vez. Nadie más recibió nada, nunca más. Yo seguí por mucho tiempo escribiéndole de lo que pasaba aquí y me iba enterando de las cosas que estaba pasando allá.
Un día JP volvió. Me pareció por un momento como si nada hubiera cambiado. Era él, con los ojos de siempre, la risa de siempre, todo lo de siempre. Pero fue un pensamiento idiota. El ya no era como todos nosotros. Por fuera, podía verse sólo un poco diferente, pero por dentro no; uno sentía muchas ganas de saber cómo era ahora la vida para él, qué sentía, qué pensaba. Nadie se atrevía a preguntar y yo menos.
En la época que JP llegó, yo estaba muy triste. Un día nos sentamos juntos en una clase. El, que no era tonto y sabía mirar a su alrededor, comenzó a hacerme preguntas y yo a responderlas, al principio en forma más bien mecánica. Escribí partes de esa conversación alguna vez. Fue muy bonita. En la hora veinte que duró la clase, hablamos de mil cosas. Cosas que eran importantes en ese tiempo, y que lo son más ahora, tantos años después.
Un día en la tarde yo venía de Providencia y decidí pasar a misa. Pensé que era una casualidad, pero de pronto me di cuenta que estaba él y varios de sus amigos más cercanos. Era una despedida. Nadie más lo sabía, pero tenía que volver a Houston.
Esta vez las cosas no fueron como la primera vez. Ya no había tanto optimismo. El tiempo pasó, nosotros salimos de la universidad, de hecho. Y el día de la ceremonia de egreso de quinto, él estuvo ahí. Fue bonito, pero fue triste, porque cuando vino a saludarme, me costó reconocerlo. Salvo por los ojos. Yo no podía dejar de pensar en lo irónico que era que mientras nosotros estábamos celebrando el recibir nuestro certificado de vida por delante, él tenía los días contados. Pero como JP era tremendo, se las ingeniaba para reírse, incluso de sí mismo y estar siempre por ahí. Incluso en el cumpleaños del Flaco. Esa noche y esto no se me va a olvidar jamás, yo bailaba como si el mundo se fuera a acabar. De pronto me encontré con los ojos de JP al fondo del jardín. Me rompió el corazón. A veces trato de imaginarme lo que habrá estado pensando mientras nosotros nos reventábamos, tomado y fumando como se hace a esa edad. Me sentí culpable. Pero también a veces he pensado que él quería estar ahí, quien sabe, si se aferraba a la vida a través de nosotros. No lo sé. Nunca lo sabré, pero esa mirada me va a doler toda la vida.
JP se murió a los 23. Eso es lo que no debió pasar. Fue un primer viernes de mes. Estuve con él diez días antes. Me avisaron para ir a verlo a la clínica. Decían que estaba insoportable, que había terminado con su novia, que peleaba con todos, pero ese día se veía tranquilo. El muy maldito todavía conservaba el humor. Yo me sentía una estúpida, no sabía qué decirle, sabiendo que no iba a verlo nunca más, pero aún así le hablé de cosas que francamente para él no tenían ninguna importancia. Pensé que ya tendría bastante de despedidas densas y tal vez lo que quería era justamente escuchar mis tonteras.
No hay muerto malo, eso lo sabemos y hasta puedo imaginarlo a él mismo diciéndolo. Pero era de verdad un tipo increíble. Yo lo pienso ahora y veo que lo de JP nos enseñó un buen par de cosas. Sobre todo, darnos cuenta que no éramos inmortales. Que las cosas sí pueden salir mal. Incluso a los 20. A mí me parece una suerte haberme tropezado con él. Después de esa conversación en clase me di cuenta que algunas cosas tenían que cambiar y yo fui más feliz. Eso se lo debo. Pensar que nunca he ido a visitarlo. Me doy cuenta que nunca he querido hacerlo realmente. Porque, como decía antes, a veces de verdad siento que no pasó. Y de alguna manera no pasó.
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