Friday, May 12, 2006

Your Mother Should Know

Mi Mamá nunca fue especialmente cariñosa. Digo, de demostrar cariño en términos físicos. No cocinaba para la familia ni vivía en una nube; tenía un impresionante don de mando, por decirlo de alguna manera y hasta ahora más vale estar lejos de ella si pega un grito. Nunca consideré a mi Mamá como una amiga ni le conté nada de mí. Nunca la odié, ni tuve rollos madre-hija. Pero mientras la vida corría a su lado, no le hice mucho cariño ni le di las gracias. Al menos no en serio.

Hasta que fui Mamá. Sólo entonces, cuando celebré mi primer día de la Madre con una hijita de días entre mis brazos, comencé a entender de qué se trataba todo. Solamente cuando tuve que hacerme cargo de esa vida, que sin mí no duraba dos horas, cuando tuve que renunciar a tantas de las cosas que hubiera querido hacer, entre ellas salir arrancando de puro susto, fue que comencé a entender que sólo las madres hacen lo que hacen las madres. Ese año, cuando le escribí una tarjeta, se me escapó un torrente de emoción y agradecimiento tan grande que me llegué a desconocer. Y en medio de la danza de hormonas y gigasensibilidad post parto, me conecté con ella para siempre.

Mi Mamá no trabajaba cuando yo era chica. Cedió a las presiones para dejar la música y se quedó en la casa. Eran otros tiempos. Cuando yo tenía unos doce comenzó a trabajar en el colegio, así que siempre estuvo por ahí. Mi Papá es un hombre lleno de talentos. El dibujo, la música, una mirada sensible del mundo, esa capacidad para arreglarlo todo, su creatividad genial, aunque siempre al filo de la hora. Mi Mamá, con todos sus talentos jamás auto valorados ni menos asumidos, es, además, esfuerzo, orden y disciplina a toda prueba. Sabiduría instintiva, ingenio, soluciones instantáneas y perfección en todo lo que se propone hacer. Así que como intuía que los tres habíamos heredado al menos un pedazo del genio paterno, se adelantó a cualquier desastre: “Niñitos míos, el talento no basta”.

Una tarde de invierno, cuando yo tenía 17, me pidió que la acompañara a la casa de una amiga. La habían invitado a cantar y había decidido dar la batalla. Yo sabía lo que eso significaba y ahora sé que me invitó porque necesitaba apoyo. Y me eligió a mí. Fue un honor. Mi Mamá comenzó a renacer cuando volvió a cantar. Aunque le haya tomado diez años más partir.

Cosas como estas son las que el año pasado me hicieron escribirle para el Día de la Madre que ella era la responsable de haber hecho mis sueños realidad. Nunca le dije una verdad tan grande. Era justo y necesario. Mi Mamá, sin besos ni abrazos de película, sin muchas palabras, sin sermones ni golpes, sin jamás invadir, pero siempre presente a través de actos y ejemplos, nos entregó su manual de cómo ir por la vida logrando lo que uno se propone, sin importar lo difícil que sea. De cómo seguir adelante siempre y de cómo comenzar de nuevo una y otra vez y llegar a la vejez con una tremenda sonrisa, a pesar de todo. Sé que tuve actitudes de niña chica cuando se fue y cuando quiso comenzar de nuevo. Mi excusa era que la Mamá siempre es la Mamá. Pero eran puras trampas de la cabeza. Ahora, en cambio, me parece que se demoró demasiado en pensar en ella. Sin embargo está satisfecha y siente que hizo lo que tenía que hacer. Y yo no soy quién para juzgar sus opciones. Peor, sólo puedo decir que no le llego a los talones en su capacidad de sacrificio y generosidad. Una vez más la hizo perfecta. Y aunque a veces me enojo cuando ella tiene sus propios panoramas o no tiene tiempo para mis niños, debería recordar más seguido que por casi 30 años no tuvo un solo momento para ella. Y la verdad es que ya no le quedan tantos.

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