Florencia
La tarde que salí de Florencia me di cuenta de lo muy ignorante que era. Que me conociera de memoria pinturas de Da Vinci, que supiera de sus inventos y máquinas o que escribía al revés; que supiera que Miguel Angel nació en marzo, que pintó la Sixtina y se mandó La Pietá, el David y el Moisés o que fue la ciudad epicentro del Renacimiento no me sirvió en realidad más que para preparar disertaciones en poco rato cuando estaba en el colegio. Por eso, cuando dejé la ciudad, abatida y con una ensalada de imágenes y datos en la cabeza me prometí aprender de verdad sobre los próceres del Renacimiento y Florencia.
Me he demorado harto, sigo en eso, pero por ejemplo, hace poco me leí “Miguel Angel o La Creación”, una buena biografía por Marcel Brion que da cuenta muy bien de la fuerza arrolladora del tipo para parir las maravillas que trajo al mundo. Y de las circunstancias de su vida. Es triste la vida de Miguel Angel. Su mamá murió cuando era muy niño, fue criado por una nodriza, era feo, desataba envidias terroríficas y nunca se sintió lo suficientemente querido por nadie. Uno empatiza con él y lo va queriendo más a cada página.
Yo visité la Capilla Sixtina y sé que abrí la boca igual que todos los demás turistas que miraban hacia arriba con cara de estar viendo un OVNI. Pero al leer este libro, uno aprecia aún más la maravilla de una obra ejecutada por hombre que se consideraba a sí mismo un escultor y no un pintor. También uno comprende que haya dado esa imagen poderosa y tremendamente masculina al David, totalmente opuesta a las representaciones existentes hasta ese momento, que oscilaban entre lo infantil y lo afeminado. Y da pena enterarse que el Moisés era sólo una de las varias estatuas que tendría un mausoleo apoteósico para Julio II, su mejor enemigo, que nunca llegó a construirse por peleas políticas. Otra cosa que aprendí es que Miguel Angel fue también arquitecto militar. Y que resolvió el problema de la cúpula gigante de la Basílica de San Pedro, esa que todos conocemos, que se le había ido en collera a varios otros constructores.
Brion habla con respeto y delicadeza, casi con cariño, de los amores de Miguel Angel. Porque todo indica que en su inclinación hacia la belleza en sí misma, no parecía tener una preferencia en cuanto a género. Y da cuenta de su angustia y su sensación de culpa originada sin duda por la educación católica que recibió de niño.
Al leer este libro, uno llega a confirmar que al final, detrás de cada gran hombre no siempre hay una gran mujer. Pero sí un gran ego. Y si bien tanto llevar dentro, como convivir desde fuera con un gran ego puede ser difícil e incluso imposible, quizás nada de lo que esos hombres nos dejaron en la Tierra a cambio de su inmortalidad existiría si no fuera, precisamente, por ese ego gigante y en tantos casos oscuro y retorcido.
Me he demorado harto, sigo en eso, pero por ejemplo, hace poco me leí “Miguel Angel o La Creación”, una buena biografía por Marcel Brion que da cuenta muy bien de la fuerza arrolladora del tipo para parir las maravillas que trajo al mundo. Y de las circunstancias de su vida. Es triste la vida de Miguel Angel. Su mamá murió cuando era muy niño, fue criado por una nodriza, era feo, desataba envidias terroríficas y nunca se sintió lo suficientemente querido por nadie. Uno empatiza con él y lo va queriendo más a cada página.
Yo visité la Capilla Sixtina y sé que abrí la boca igual que todos los demás turistas que miraban hacia arriba con cara de estar viendo un OVNI. Pero al leer este libro, uno aprecia aún más la maravilla de una obra ejecutada por hombre que se consideraba a sí mismo un escultor y no un pintor. También uno comprende que haya dado esa imagen poderosa y tremendamente masculina al David, totalmente opuesta a las representaciones existentes hasta ese momento, que oscilaban entre lo infantil y lo afeminado. Y da pena enterarse que el Moisés era sólo una de las varias estatuas que tendría un mausoleo apoteósico para Julio II, su mejor enemigo, que nunca llegó a construirse por peleas políticas. Otra cosa que aprendí es que Miguel Angel fue también arquitecto militar. Y que resolvió el problema de la cúpula gigante de la Basílica de San Pedro, esa que todos conocemos, que se le había ido en collera a varios otros constructores.
Brion habla con respeto y delicadeza, casi con cariño, de los amores de Miguel Angel. Porque todo indica que en su inclinación hacia la belleza en sí misma, no parecía tener una preferencia en cuanto a género. Y da cuenta de su angustia y su sensación de culpa originada sin duda por la educación católica que recibió de niño.
Al leer este libro, uno llega a confirmar que al final, detrás de cada gran hombre no siempre hay una gran mujer. Pero sí un gran ego. Y si bien tanto llevar dentro, como convivir desde fuera con un gran ego puede ser difícil e incluso imposible, quizás nada de lo que esos hombres nos dejaron en la Tierra a cambio de su inmortalidad existiría si no fuera, precisamente, por ese ego gigante y en tantos casos oscuro y retorcido.
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