Wednesday, April 16, 2008

Animal

Entre los misterios que aún no podemos arrebatarle a la naturaleza hay dos instantes fundamentales: cuándo vendrá un terremoto y cuándo nacerá una guagua. La moda de las cesáreas programadas por la perversa dupla obstetra ávido de lucas/mujer que no quiere parir ha sido una respuesta a esa obsesión modernilla de tenerlo todo organizado y agendado; bajo control y sentir que no se pierde el tiempo. Pero hasta ahora todo lo que se diga es mito o especulación y ningún brillante cerebrillo, médico, científico o genio computín ha sido capaz de determinar qué es lo que desencadena un parto y cuándo uno comenzará.

Así fue que hace una semana llegó doña Laura. De pronto entré como en un estado de alerta, no pude seguir durmiendo y tuve que levantarme. Puro instinto; al rato fue evidente que el asunto había comenzado. Me encontré con la Erika en la clínica, me examinó y me miró riéndose, "siento decirte que estás de parto". Yo estaba feliz. Acto seguido llamó a los Sospechosos de Siempre y uno a uno fueron apareciendo, todos con cara de cumpleaños y con un exquisito sentimiento de familiaridad: el mismo equipo, en las buenas y en las malas, pero ahora en la mejor de todas. Canessa, el anestesiólogo/fotógrafo oficial de partos hizo su parte y después de unas buenas contracciones de esas de la yegua, en que uno siente cómo efectivamente se está partiendo en dos, desapareció el dolor y yo figuraba en el mejor de los mundos. El asunto se transformó casi en una fiesta, más todavía cuando apareció el mismísimo Tulio. Dos horas antes, dos horas después, dijo, habría sido imposible. Dos horas antes, dos horas después, pensamos con el Feli, habríamos pagado cero por el parto. Tulio un día decidió zafarse del sistema de salud, sin Isapres, sin convenios. Nos cagó, pero Tulio es Tulio y mal que mal en un parto las cosas pueden salir mal para la guagua o para la mamá y siempre es mejor tener un cirujano de lujo al mando.
Igual que con Pedro, salida la cabeza y los bracitos, tomé a mi Laura con mis propias manos y la terminé de sacar. Si hay momentos estremecedores en la vida, aquí hay uno. Es una verdadera suerte tener hijos hoy día, el parto ocurre en una pieza bonita y no en un pabellón, hay música clásica y pueden entrar todos los que quieren. Nacida la guagua, a uno se la entregan inmediatamente, sucia, pegajosa y calentita, llorando, para el primer abrazo.

A pesar de haber parido ya tres hijos, no deja de maravillarme, cada vez, el proceso de embarazo y parto. Es tan intrínsecamente animal. A veces, mientras trabajaba la Laura se movía y yo pensaba que podría estar en el deal más grande del mundo, en la transacción con más ceros de la historia o la investigación más cabrona de mi carrera, pero siempre sería, al final, una mujer embarazada que tarde o temprano, tendría que sentarse a amamantar una cría. Como una vaca, una chancha o una ballena. También me maravilla el hecho de llegar dos a la clínica y salir tres. A veces pienso que a todos podría irnos mejor si nos detuviéramos más seguido a recordar lo que somos en realidad. A pensar que, pase lo que pase, descendamos o no del mono, vayamos o no a Marte, con máquinas y megaconstrucciones o sin ellos, existe una sola forma de generar vida humana, seguimos naciendo y alimentándonos de una madre y las mujeres seguiremos siendo, por un buen rato, las únicas capaces - e inmensamente afortunadas- de llevar a otro ser humano dentro.

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