Con Flores Amarillas
Estoy en el Colegio, en el último rezo del mes de María, el de la coronación de la Virgen. El Rosario siempre me hace entrar en una especie de trance y mi cabeza vuela hacia el jardín como era cuando chicas, con esos cuatro cuadrados de arbustos cortados como parterres que rodeaban el pasto que no se podía pisar, y los cuatro caminitos que llegaban perpendiculares hasta la estatua de la Virgen al centro. Me da risa porque de pronto me acuerdo que cuando en cuarto básico queríamos ser arqueólogas, con la Carola Marré jugábamos a que la Virgen era la estatua de una diosa griega que andábamos buscando. Teníamos la edad de la Magda, qué viejas chicas.
Vuelvo. Nunca me gané el sorteo para coronar a la Virgen, pienso, mientras una niñita se sube a la escalera para alcanzar su cabeza. Me gustaba la corona de flores blancas. Me fijo en el tronco de una Flor de la Pluma, al lado mío, que ha crecido retorciéndose alrededor de un pilar hasta llegar al techo. Un techo nuevo, eso sí, porque ya no existe el que recorría el patio casi entero y bajo el cual nos graduamos. De ese techo colgaban dos campanas, la de media y la de básica, una en cada extremo y una más grave que la otra. Cuando termina el rezo la Magda me busca y me abraza y me pide que la acompañe a su sala. Subimos por la escalera comentando que este es su último año en el edificio de Primer Ciclo, el Edificio Nuevo que ya no es nuevo. De ahora en adelante estará en el edificio antiguo, el de toda la vida. El mío. Me quedo un rato en su sala y me rodean sus amigas, igual que los cachorros que se acercan cuando viene alguien a mirarlos en su caja. "Mira, Fran", me dice una, "a la Magda la pusieron en la primera fila al lado del basurero, ¿sabes por qué?" "Obvio", le respondo, "ponga la basura en su lugar, ¿no?" y se mueren de la risa, sobre todo la Magda. Y yo pienso que con ese humor está salvada.
Dejo a la Magda en su sala y me devuelvo por el pasillo, para bajar por la escalera principal. Miro lo que era la sala de cocina y costura de la Tena y al frente la de la Inesita, que nos hacía diseño. Ahí nacieron varios de los dibujos más memorables de nuestra existencia. En ese pasillo era típico encontrarse con el Mozo Pelúo, que por supuesto sigue siendo un personaje esencial en el paisaje colegial. Ya no barre, aunque sigue igual de peludo. Es ahora un empresario del transporte escolar y lo veo todos los miércoles repartiendo niñitas en mi barrio. Me acuerdo que me vendió tickets en la última kermesse, mientras trataba de no reírme pensando en la Willy, a quien le achacábamos una atracción fatal por él. Paso por el lado de los lockers y me acuerdo de cuando la monja Shaun se cayó en el pasillo contra un locker y luego entró, como si nadie hubiera escuchado el estruendo a la sala, muy seria para enseñarnos Morning Has Broken, o alguna otra odiosa canción de Cat Stevens. Un poco más allá está la entrada al pasillo que llevaba al laboratorio de biología, ese donde estaba encerrado el gato que, tras varios rescates casi exitosos con la Jime, terminó igualmente dentro de una olla, cocinado por la Willy, la Maca y otras más. El pobre gato fue el objeto de un experimento de ese electivo llamado Biología Avanzada que, claramente, sólo le sirvió a la Costi, que ahora es una gran otorrina. La Magda siempre me pide que le cuente la historia del gato y se ríe como loca. Yo se la cuento tal como fue y me rio también. Bajando la escalera veo carteles, avisos y frases en los bulletin boards, de esas que a uno se le quedan grabadas para siempre y luego las dice sin saber de donde salieron. Bajando esa escalera fue que la monja Thomas me quitó los guantes calypso que me había tejido. A la monja Tomas, que ya no se llama Thomas, porque ahora pueden usar su nombre en vez del de un santo (siempre fue freak llamar a una mujer por el nombre de un hombre), la vi en el aniversario del Colegio este año. Estaba idéntica pero canosa y las mujeres que estaban sentadas detrás mío comentaban que en su tiempo era terrorífica y tenía bigote. Todo es cierto.
El Colegio me produce siempre esa sensación de familiaridad, de pertenencia y de manto protector. Será porque hay una vida entera vivida ahí, que ahora se prolonga a través de la Magda y seguirá a través de la Laura. Como sea, siento una energía cálida y acogedora en el aire de los pasillos. Siempre pienso que me pasaría lo mismo si volviera a la casa de mis abuelos maternos. Leyendo a Eco pensé en esa casa. Esa casa grande, donde yo me apropié de una pieza en la que podía encerrarme y hacer lo que quisiera. Había una cama, un escritorio, un mueble lleno de libros y una puerta por la que podía salir al balcón. Cómo pegaba el sol en verano en el balcón. Uno podía sacar damascos desde las ramas que llegaban hasta el segundo piso. Esa casa siempre fue sinónimo de libertad y de pasarlo bien sin obligaciones ni límites. Fue siempre una casa para jugar. Ahí celebrábamos nuestros cumpleaños, teníamos una piscina, nuestras bicicletas - ahí le quitamos las ruedas a la bici del Tan, que terminó todo rasguñado entre las rosas- el garage y la despensa. Nos llevaban caminando a la feria, a la rotisería, al otro lado del Canal San Carlos y la panadería donde nos compraban helados en las tardes, cuando era verano. Hasta hace dos cumpleaños seguí encargando ahí el pan. Esa casa siempre aparece en mis sueños y cada cierto tiempo paso por Unamuno 779. Curiosamente, es la misma calle en que siempre vivieron las monjas del Colegio.
Antes que comience la misa en el colegio de Pedro, nos lleva a todos a un recorrido por lugares que nos quiere mostrar. El jardín de la Virgen, al que llegamos por un pasadizo secreto, como dice él, luego vamos a las salas de primero básico donde estará el próximo año, al patio de los juegos y al gimnasio de los grandes. Está fascinado porque nadie más conoce ese colegio como él. La misa es en el jardín. Han puesto un altar rodeado de flores y sillas bajo árboles que tienen más de cuarenta años, enormes, majestuosos y de raíces y troncos retorcidos. Los niños juegan y dan vueltas. Se me desaparece el Pedro en un momento y lo encuentro un rato después debajo de un arbusto grande y oscuro, conversando con tres amigos. "Shhh! esto es un club", me dicen cuando me asomo. Yo me río y lo encuentro lo máximo. Todo empieza siempre una vez más.
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