Adormidera, El Ombú, Tu y Yo.
Como la tontera no conoce límite, pensé que debía presentarme con un buen nick para nuestra nocturna cita virtual. Me pareció entonces que El Hombre Adormidera era apropiado. Recordaba que venía del colegio, aunque no de dónde había salido. Don Google lo escupió a la primera: La Leyenda del Cadejo. Un relato harto extraño, de un señor nóvel y Nóbel, como dice Mecano, que alguna vez leímos en ese ramo que ya no se llama Castellano, sino Lenguaje. Habrá sido con la Raca Méndez o con el Checho Torres, en esa sala del pasillo oscuro, frente a nuestra escalera, que el año pasado ocupó la Magda. Glup. Pero aquí viene lo divertido, pues has de saber tú que La Leyenda del Cadejo tiene su origen en Guatemala. Plop. Y que en una de sus versiones, el Cadejo es un perro negro que persigue desde la oscuridad o uno blanco que cuida a los borrachines que caminan por el campo en la noche. Mira tú.
Y como desapareciste y el iTunes era una cascada de canciones de la vida, me quedé esperándote y en ese rato se me vino la imagen de la noche que salimos a cazar conejos con JFC. Que en esas ocasiones se volvía Elmer. Sí, también de ese encuentro con un conejo en mitad de la calle, en Santiago, una noche que escuchábamos Journey en mi auto. Pero eso fue una anomalía estilo Matrix. Esto otro fue antes. Era invierno, Julio, para ser exactos y hacía mucho frío. JFC fue a buscar al Coke, el cuidador, que con paciencia de santo llevaba un foco y nos metimos en el bosque oscuro. Yo con mi pavor a las arañas pollito intentaba caminar sin mirar el suelo, mientras los árboles, que eran aromos, pero que en la noche no se les ven las flores, crujían como el demonio. No es nada muy lindo andar por un bosque de noche. Mientras escucho Sister Christian, me acuerdo de Elmer, a la vez orgulloso portando su Winchester y furioso con el ruido que hacíamos. Entre nuestras parkas y las zancadas con esas botas de agua que nos quedaban enormes, hacíamos un ruido espantoso. La verdad es que yo no estaba ni ahí con cazar. Me dolían los oídos con los disparos y me daban pena los pobres conejos, aunque JFC dijera que eran una plaga y que si no, igual los cazaban con huachi. Pero si no íbamos, a JFC le daría pataleta. Esa fue la vez que, logrado nuestro cometido de espantar a todos los conejos del bosque, nos aburrimos y abandonamos a Elmer y subimos caminando solas a la casa y nos asustamos muy de adeveras con el Maligno y la oscura noche del campo.
Es tan cierto lo que dices. Que tras cada canción existe una historia para proyectar y que sólo hace falta que yo la ponga. Así fue siempre y así sigue siendo, incluso ahora, como con Ammonia Avenue. Y sí, el colegio del que hablo es distinto del que conocimos nosotras. No sé si es mejor o es peor, si imaginas lo que quiero decir. También nosotras hemos cambiado. Aunque desde hace un tiempo he comenzado a creer que en realidad no hemos cambiado tanto y que el asunto va por otro lado. Pero no lo sé con certeza, ni pretendo resolverlo, porque a veces es mejor echar algunas preguntas para el lado y no más darle para adelante. También es cierto que si no fuera por la Magda, no pasaría de ser una anécdota lo que sucede. O tal vez no. Tampoco lo puedo decir. Lo que sí sé es que cuando estoy en un lugar, tengo que estar ahí con el cuerpo y con el alma y no me puedo hacer la gil.
Tus sueños, el patio, los pasillos y la Casita de Nazareth. El patio lo recuerdas verde y casi tropical por el Ombú, el árbol inmenso de cuatro troncos, que bajábamos corriendo a reservar desde nuestra sala de primero básico, para hacerlo una casa fantástica donde jugar en el recreo. Cuando volví al colegio lo habían cortado. Pero sí están todavía las palmeras, a las que dábamos vueltas en el recreo del almuerzo, llamando a los marcianos e intentando convencernos la una a la otra de que veíamos luces con los ojos cerrados. Las dos siempre supimos que no veíamos nada, pero fue justamente eso lo que nos hizo querernos. También está el Jacarandá que inundaba el patio completo de un olor horroroso cuando llovía. Bajo la escalera hay un closet ahora. Pero todos los miércoles paso por su lado y, como tú, veo a la Sister Peter, acercándosenos y diciéndonos “hola niñas, ¿qué hora es?".
Y como desapareciste y el iTunes era una cascada de canciones de la vida, me quedé esperándote y en ese rato se me vino la imagen de la noche que salimos a cazar conejos con JFC. Que en esas ocasiones se volvía Elmer. Sí, también de ese encuentro con un conejo en mitad de la calle, en Santiago, una noche que escuchábamos Journey en mi auto. Pero eso fue una anomalía estilo Matrix. Esto otro fue antes. Era invierno, Julio, para ser exactos y hacía mucho frío. JFC fue a buscar al Coke, el cuidador, que con paciencia de santo llevaba un foco y nos metimos en el bosque oscuro. Yo con mi pavor a las arañas pollito intentaba caminar sin mirar el suelo, mientras los árboles, que eran aromos, pero que en la noche no se les ven las flores, crujían como el demonio. No es nada muy lindo andar por un bosque de noche. Mientras escucho Sister Christian, me acuerdo de Elmer, a la vez orgulloso portando su Winchester y furioso con el ruido que hacíamos. Entre nuestras parkas y las zancadas con esas botas de agua que nos quedaban enormes, hacíamos un ruido espantoso. La verdad es que yo no estaba ni ahí con cazar. Me dolían los oídos con los disparos y me daban pena los pobres conejos, aunque JFC dijera que eran una plaga y que si no, igual los cazaban con huachi. Pero si no íbamos, a JFC le daría pataleta. Esa fue la vez que, logrado nuestro cometido de espantar a todos los conejos del bosque, nos aburrimos y abandonamos a Elmer y subimos caminando solas a la casa y nos asustamos muy de adeveras con el Maligno y la oscura noche del campo.
Es tan cierto lo que dices. Que tras cada canción existe una historia para proyectar y que sólo hace falta que yo la ponga. Así fue siempre y así sigue siendo, incluso ahora, como con Ammonia Avenue. Y sí, el colegio del que hablo es distinto del que conocimos nosotras. No sé si es mejor o es peor, si imaginas lo que quiero decir. También nosotras hemos cambiado. Aunque desde hace un tiempo he comenzado a creer que en realidad no hemos cambiado tanto y que el asunto va por otro lado. Pero no lo sé con certeza, ni pretendo resolverlo, porque a veces es mejor echar algunas preguntas para el lado y no más darle para adelante. También es cierto que si no fuera por la Magda, no pasaría de ser una anécdota lo que sucede. O tal vez no. Tampoco lo puedo decir. Lo que sí sé es que cuando estoy en un lugar, tengo que estar ahí con el cuerpo y con el alma y no me puedo hacer la gil.
Tus sueños, el patio, los pasillos y la Casita de Nazareth. El patio lo recuerdas verde y casi tropical por el Ombú, el árbol inmenso de cuatro troncos, que bajábamos corriendo a reservar desde nuestra sala de primero básico, para hacerlo una casa fantástica donde jugar en el recreo. Cuando volví al colegio lo habían cortado. Pero sí están todavía las palmeras, a las que dábamos vueltas en el recreo del almuerzo, llamando a los marcianos e intentando convencernos la una a la otra de que veíamos luces con los ojos cerrados. Las dos siempre supimos que no veíamos nada, pero fue justamente eso lo que nos hizo querernos. También está el Jacarandá que inundaba el patio completo de un olor horroroso cuando llovía. Bajo la escalera hay un closet ahora. Pero todos los miércoles paso por su lado y, como tú, veo a la Sister Peter, acercándosenos y diciéndonos “hola niñas, ¿qué hora es?".
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