Thursday, April 30, 2009

Los Fantasmas de la Opera

Hace un par de semanas llevamos a la Magda a ver la Novena Sinfonía de Beethoven al Teatro Municipal. Me encanta el Municipal. Se siente lleno de historia y de historias. Cada vez que me siento en esas butacas de felpa roja o en las insoportables sillas de los palcos viajo en el tiempo. A la primera vez que me llevaron a la ópera; a los conciertos y ballets en paseos de curso; a la primera vez que escuché la Novena Sinfonía, con escalofríos por todos lados y con JFC al lado. A Mazapán, la Flauta Mágica, Pedrito y El Lobo y el Cascanueces, con la Magda. Siempre me pasa. Esta vez, sin embargo, me acordé de algo más. Se me vino a la mente la miniatura de la Opera de Paris que vi en el Musee D'Orsay. Era un corte transversal, en que aparecen todos los espacios que forman parte del edificio. Lo que me llamó la atención fue el mínimo tamaño del escenario en el contexto total del edificio. Me sorprendió que para que uno vea un espectáculo impecable, se necesita tanto detrás.

Echeverría dice que los quiebres son interrupciones en la transparencia en nuestra vida. Un quiebre no es necesariamente una tragedia ni una ruptura ni nada parecido. Es un adquirir conciencia de algo que antes no estábamos viendo y de lo que tenemos que hacernos cargo para recuperar esta transparencia, esa continuidad perfecta. Podemos no hacernos cargo, pero sucede algo parecido a no quitarle la pelusa a la aguja de la tornamesa: el disco no suena como debería. Incluso manejando en línea recta tenemos que mover el volante si no queremos salirnos del camino. Aquí es lo mismo, sólo que no se trata de un juego de video de simuladores de autos de carrera ni naves espaciales. Esto es un poco más complicado. Aquí no se resetea ni hay vidas de repuesto. Aquí uno la caga y punto. No se sabe nada de estas cosas hasta que se está en medio de ellas. Uno recibe su cartón y se pone a trabajar; uno se pone el vestido de novia, brinda y sonríe; uno se embaraza y se emociona, uno pare y apechuga, literalmente. Hay personas que nos han dicho que somos unos enrollados y unos alharacos por pensar constantemente en el miedo de equivocarnos o de perder todo aquello por lo que hemos estado peleando todos estos años. Por no transitar la vida con la mochila liviana y la cabeza en piloto automático. Pero somos así y tendríamos que nacer de nuevo y a estas alturas hemos aprendido a querernos siendo como somos y nos hemos atrevido con la vida con nuestros peores miedos, obsesiones, evasiones, defectos y circunstancias a cuestas. Que algunas cosas uno no las elige. Y lo que pasa es que queremos hacer las cosas bien. Y uno cree que siempre lo está haciendo bien y aún cuando racionalmente sabe que eso no es posible, uno se niega a verlo hasta que explota la bomba en la cara. Ahi te dices, hey, sí que la estás cagando ¿no? A que no te habías dado cuenta.
Qué tiene que ver esto con el Teatro Municipal o la Opera de Paris, me dirán ustedes. Harto, les digo yo. Porque nuestros proyectos, trabajo, matrimonio, familia, e incluso nuestro propio desarrollo como personas son nuestra gran obra, son nuestro espectáculo. Y somos, como dice Mecano, actores, directores, productores y demás. Pero, y esta es la trampa, también queremos ser expectadores. Y aunque quisiéramos pasarnos la vida en la butaca viendo una obra magnífica e impecable, estamos obligados a pasar al otro lado cuando algo se sale del guión. A mí no me gusta eso y sé que le hago el quite. Aticos y sótanos siempre están oscuros, son polvorientos y están llenos de bichos y de sombras. Y nunca falta un espejo. En la penumbra de la trastienda habitan los fantasmas, los vampiros, los jorobados y todas las bestias que quisiéramos poder ignorar eternamente, porque nos obligan a enfrentarnos a verdades que no nos gustan. "Eres insólita, Fran", me dijo la Carola, "encima de todo te enojas porque te agobias, o sea, todo tiene que ser perfecto, ni siquiera te permites agobiarte." Me dejó pensando mi querida amiga. Tiene razón. Llevo la vida peleando por hacer las cosas bien y me resultan generalmente bien. Por lo mismo, no sé lidiar con la falta de control, con la incertidumbre, con la ignorancia y con la vulnerabilidad. Puedo comportarme con humildad para un montón de cosas, pero guateo en cuestiones tan esenciales como peligrosas: exponer mis debilidades, pedir ayuda. Admitir que estoy equivocada, que no sé qué hacer. Es una gran paradoja que el ser burra me haya servido para tanto y que me juegue tan duro en contra. Tal vez es cierto, como decía Pelao, you can't have the cake and eat it. No puedes ser bueno lo mismo en los 100 metros planos que en los 5 mil metros. Pero a otro perro con ese hueso. No podemos quedarnos en excusas. Hay que dar la batalla por el equilibrio. La buena noticia es que los espectros son en verdad como el virus hanta: los iluminas, los venteas y desaparecen. Claro que hay que mirarlos antes y para eso hay que reunir las fuerzas y pegarle un buen cachuchazo a Paco Interno y sus inagotables triquiñuelas. En todo caso, una conversación con quien nos quiere y con las armas abajo es siempre un buen comienzo. Se me olvida que no se puede vivir con la armadura puesta y la espada en la mano. No en estos tiempos. Aunque tampoco soy el Mesías y necesito sentir que puedo decirlo. Aunque sea a veces. Es cierto que nuestras relaciones y nuestras vidas no son más complicadas que las de los otros y que lo que ocurre es que nosotros vemos la estructura que las sostiene. Nos duele saber muy bien dónde están las grietas y en qué lugar preciso se nos acumula el óxido. Y no podemos pagarle a otro para que se haga cargo, como esa empresa que mantiene el Golden Gate. Me acordé de cuando mi papá me enseñó a tapar grietas en las murallas: primero, hay que ahondarla, rasparla y limpiarla, luego rellenarla con pasta muro, esperar que se seque y lijarla y sólo después de eso podemos pintarla. Aunque siempre sabremos dónde pusimos el parche.

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