Tuesday, February 08, 2011

Los Pilares de la Tierra

Cuando era chica vi la foto de un hombre parado al lado de un árbol. Nunca me olvidé de esa imagen en blanco y negro. Era el tronco más grande que había visto en mi vida, se habría necesitado a más de diez hombres para rodearlo. Me prometí que algún día iría a ver a esos árboles llamados Sequoias Gigantes. Siempre me ha gustado la gente que quiere a los árboles, que se sabe sus nombres o que al menos puede distinguir un Pino de un Plátano Oriental. Cuando conocí al Feli me cayó bien porque me habló de Alerces y Sequoias. Las primeras vacaciones juntos las pasamos recorriendo bosques en Las Trancas y cuando nos casamos me llevó a Mariposa Grove: el hogar de las Sequoias Gigantes en Yosemite.

Los árboles son una de mis cosas favoritas. Algunos inolvidables: Don Coigüe en La Invernada, el Ciprés del tío Daniel en Quilpué, el Quillay del Alto del Naranjo, camino al Cerro Provincia, La Araucaria Madre en Conguillío, The Grizzly Giant en Yosemite, las Encinas de Ranquil, el Eucaliptus de la calle de más abajo en Algarrobo, el Gigante de Rucapirén. Todos los años, casi siempre en nuestro último día en Las Trancas, vamos todos a caminar a ese bosque oscuro, húmedo, de olor dulce y lleno de Alstroemerias naturales que crecen gracias a la semisombra de árboles que llevan cientos y cientos de años ahí, silenciosos, imperturbables, majestuosos. Al entrar, uno sólo escucha el sonido de la cascada más arriba y el canto del Chucao. Es un mundo aparte. Somos visitas. Pero los árboles nos acogen, comparten con nosotros su belleza y nos regalan su energía. Con el tiempo descubrimos con el Feli que Rucapirén es el bosque en que almorzamos cuando hicimos la cabalgata de la Garganta del Diablo, la primera vez que vinimos a las Termas.

La Adriana Hoffman dice que los bosques son catedrales forestales. Tiene toda la razón. Las catedrales góticas tienen sus columnas altas, interminables, que sostienen un techo abovedado, allá arriba, donde la vista por poco se pierde. La luz entra tamizada y coloreada por las hojas de los árboles igual que si fueran vidrieras, y pequeños rayos de sol se cuelan por los espacios que quedan en lo alto de la bóveda verde. Los maestros constructores querían que las catedrales góticas fueran la representación del Reino de Dios en la Tierra. Para mí un bosque es precisamente eso. Mientras por las noches leo Un Mundo Sin Fin, por las mañanas me despierto mirando el cielo azul tras las hojas verdes de los Ñirres. Camino a pie pelado por el pasto iluminado por la sombra verde oscura de los árboles frente a mi cabaña. Mientras mis niños se bañan en la piscina, me entretengo en mirar el balanceo de las ramas más altas de los árboles con el viento fresco de la montaña. Termino de correr y en mi iPod suena February Stars. Cruzo caminando lentamente la carretera y me quedo mirando hacia arriba. Rayos de sol se filtran entre las hojas de un árbol que sobrevivió a un incendio mucho antes que yo naciera. De sus ramas nudosas cuelgan musgos. Por su tronco oscuro camina una lagartija verdeazul y enormes hormigas. Me quedo así un rato. El brillo me ilumina. Puedo verlo todo.

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