Los Ojos de la Enana
Hace un tiempo encontré una foto en que tengo en brazos a Pedro de poco más de un año y lo estoy mirando. Una vez que mi papá vio esa foto me dijo: "Jamás pensé que pudieras llegar a tener esa cara". "¿Cara de qué?, le dije. "Cara de mamá", me respondió. Antes volvía a enojarme cada vez que veía esa foto. Ahora pienso que tal vez mi papá no tuvo mala intención. Que tal vez fue, simplemente, una expresión poco feliz, agravada, según yo, por el hecho que mi papá sí que sabía usar las palabras. Se ganó la vida con ellas. Y ya sé que cuando chica dije muchas veces que jamás me casaría y todo eso, pero cualquiera que me conocía de verdad se daba cuenta que yo funcionaba un poco como quien habla en la canción de Christina: "Todo lo que dije, todo mi rencor, era miedo con disfraz de dignidad." Como sea, cuando creces oyendo hablar sólo de tu lado oscuro llegas a creerte que de verdad eso es todo lo que hay. Incluso sabiendo que allá abajo, muy abajo, está esa imagen chiquitita, la Enana, que te grita que sí tienes un lado brillante y de colores, como todos, y talentos y virtudes y amor para dar y regalar. Pero ella está demasiado lejos. No puedes oirle. Menos creerle.
En los noventa había un perfume de Halston que se llamaba Catalyst. Siempre me gustó el nombre, porque siempre me encantó el concepto del catalizador: el agente que facilita o favorece un proceso. Un día pensé que había personas catalizadoras. Personas que aparecen en nuestras vidas iluminándonos las habitaciones oscuras, mostrándonos que están decoradas y son hermosas y que si miramos junto con ellos veremos que allá arriba, en una esquina, está el interruptor de la luz. Personas que sin que sepamos cómo, ni por qué, sacan de debajo de su manga o de su bolsillo el mapa de nuestro corazón y nos lo entregan como se entregan los mejores regalos: con una sonrisa y sin palabras. Personas que nos hacen ver que nosotros, por el otro lado, traemos el mapa de sus corazones y tenemos el deber de entregárselos, porque llevan mucho tiempo buscándolo.
En Mis Propias Palabras es un libro de los que pueden cambiarte la vida. En poquitas páginas el mismísimo Aidalai nos explica los fundamentos básicos del budismo para que podamos entenderlos y aplicarlos fácilmente a nuestra vida de todos los días. El Dalai Lama dice que el propósito de nuestra vida es ser felices y que necesitamos, por sobre todo, amor. Que la necesidad de amor es parte fundamental de la existencia humana y que viene dada por la profunda interdependencia que todos compartimos. Todos estamos relacionados. Todos dependemos de todos. Y aunque esto ya lo sabíamos, uno vuelve a sorprenderse una y otra vez. Hace unos días conversábamos con de Lasa sobre sus últimas hazañas en el Arte del Decir y cosas que aprendimos después del pequeño terremoto que fue la enfermedad de Pablito. Inevitablemente, con el tercer aniversario de la muerte de mi papá rondando, caímos en el tema y en su conversación con el suyo. Me dijo que no podía sacarse mi post de la cabeza mientras hablaba. Hace poco también, en una de nuestras conversaciones de domingo por la mañana en la cocina, el Feli me dice que yo lo tiro para arriba. Yo le digo que él me da fuerzas. Miro a mis tres hijos y sé que es así. Es que ahí está la gracia. Todos influimos en todos. Y mucho más allá del ego, hay una cuestión de responsabilidad. Hay un asunto de deber. Leyendo al Aidalai uno encuentra respuestas. Yo, al menos, las he encontrado. Amor es mucho más que mariposas en la guata o ganas o posesión. Amor es compañía. Es saber estar. Es escuchar y respetar, sin evadir ni callar. Es saber esperar, dejar ser y dejar ir. Es sintonía y energía en retroalimentación permanente y perfecta. Hay amor en cada acto o palabra de quienes nos abren ojos y oídos a todo eso que, hasta que llegaron, no habíamos podido ver, escuchar ni creer sobre nosotros mismos. Hay amor en cada uno de sus impulsos, empujones y adorables insultos para que hagamos todo eso de lo que jamás nos creímos capaces o eso a lo que le hemos andado huyendo ya por demasiado tiempo. Porque al final, es eso lo único que nos permite, cada vez que dudamos, cada vez que nos perdemos, cada vez que flaqueamos o nos caemos, saber que siempre vamos a poder encontrar el camino, levantarnos, volver a creer y seguir. Porque es gracias a ellos que hemos logrado por fin mirarnos con los ojos de la Enana.
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