Thursday, July 20, 2006

Melomanía Fármacodependiente

Me quedé pegada con el bestiario de melómanos que hizo Sanfeliú. Bien dice el hombre que la gente que no siente nada por la música no es de fiar. Aunque lo cierto es que quienes sí sienten algo, a veces no lo son tampoco. Durante muchos años yo pensé que la gente que no tenía discos era indigna de mi atención. Entonces creía que bastaba registrar la colección de discos de otro para conocerlo. También para enamorarse. Pensé en JFC y me acordé de Pobre Pibe.

Yo tendría que haber seguido mi instinto. Pasado el punto de no retorno, era tarde para convencerlo de que sólo quería conversar y escuchar discos. Pobre Pibe, apodo ganado tras mandarme a la casa a escuchar Seminare, intentaba con trucos de jedi hacerme creer que me conocía mejor que yo misma. Le robaba teorías a Maturana y a Flores y frases a sus filósofos alemanes favoritos. Era todo un Salieri de Charly también. Y yo me intoxiqué con su discurso de “puedo leer tu mente porque sé que música te gusta”. Cuando mi colon dio el aviso, opté por escabullirme. Me hizo un casette de despedida donde la primera canción es Good Bye Is Forever y la última Vivir Sin Tu Amor de Spinetta. Pero todos sabemos que eso tiene otro nombre. Fue mi último error melómano. Concluí que la melomanía no era una condición esencial a buscar en Mr. Right. Más bien, podía ser sano evitarla. Por eso, cuando pocos meses después lo encontré, no me importó que no tuviera tantos discos como yo. Total, subía cerros, tenía libros y tocaba el piano. Su relación con la música es bastante más cuerda que la mía, de hecho.

Hoy quienes no tienen discos no me parecen despreciables, pero no he logrado entenderlos. Son como la gente que no tiene fotos. Ya no afirmo que basta ver la colección de discos de alguien para conocerlo. Aunque a pesar de la evidencia empírica, a veces sigo sintiendo que no estoy tan equivocada. Dejémoslo en que es un buen indicio. Todavía me relaciono con la música de una manera visceral y poderosa. No me importa de donde viene la canción si me hace sentir algo. Una canción debe volarme la cabeza o retorcerme el corazón. Si las dos cosas, mejor. Todo lo demás es paja. El otro día pensé, mientras me probaba unas botas, que si tuviera el corazón roto podría escuchar incluso a Marco Antonio Solís. Jamás a Arjona. Uso las canciones como píldoras. Para dormir, para tranquilizarme, para pensar. Para reirme, para llorar, para quitarme el hambre, para despertar, para revivir. Para vivir. Las canciones pueden ser cápsulas de épica para hacer la vida memorable. Me traen recuerdos de un pasado a veces extrañado, muchas veces equivocado y también imágenes de los futuros más improbables. Juego con ellas. Con mi iPod a modo de GPS viajo por ese Universo Paralelo que según dice Estés, es sano visitar para recobrar las fuerzas que la vida real nos extrae día tras día. Una vez pensé que eso era un error. Pero ya no.

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