Tuesday, December 20, 2011

Ashes To Ashes

Es Domingo. Mi Manada y yo estamos en El Canelo acompañando a los Ziebold en su despedida a la Abuela-Abuela. La Ana María y el tío Conrado esparcen sus cenizas entre el bosque y la playa, mientras los niños hacen preguntas pero prefieren repartir pétalos de rosas y buganvilias entre las rocas. La Ana María nos muestra el banquito en que se sentaba la Abuela-Abuela a mirar el mar, cuando ya estaba muy viejita. Nos cuenta historias de la familia y yo pienso que esa misma playa, en el eterno Algarrobo, guarda también historias de mi familia y de la del Feli. La Caro me cuenta sobre el cacharrito de greda en que están las cenizas de la Abuela-Abuela. Que partió sola un día a Pomaire a buscarlo. Que no tenía tapa, pero con su particular carácter logró que un artesano le hiciera una. Que se lo entregó a su hija para cuando llegara el momento. Y no podemos evitar comentar que parece increíble que ese polvo gris que se confunde con la tierra y la arena sea la Abuela-Abuela.

En el camino de vuelta la Caro y yo, a través del recuerdo de nuestro papá, nos adentramos en una conversación emocionante. Sobre muchas cosas. También sobre las cosas de él que se fueron quedando en nosotros y que nosotros estamos transmitiendo a nuestros hijos, muchas, sin darnos siquiera cuenta. Nos envuelve una energía especial. Ambas la sentimos, como siempre. Está el olor de los pinos mezclados con el mar. Y el ruido de las pequeñas olas en esa playa de agua transparente y arena blanca. No hay en Algarrobo una playa más linda que El Canelo. Hablamos y hablamos sin poder parar, y yo me acuerdo de esas conversaciones que teníamos de noche, después de una fiesta o de haber salido con alguien que nos gustaba, en la oscuridad, metidas en la cama. Me acuerdo de Disembodied Voices, esa conmovedora canción de los Finn Brothers. Y de cuando teníamos miedo y dormíamos cucharita en su cama. Recuerdo por qué han sido tan difíciles los años sin tenerla cerca. Y que en unos días me quedaré llorando, como siempre, cuando se vuelva a Portland.

Almorzamos en la terraza y con el Feli comentamos que ahí esperamos el año 2000, antes que naciera la Magda. Ahora somos cinco. Pablo y la Caro esperaban recién a la Merni. Ahora son seis. La Sandra y Tomás ni se habían casado. Ahora son cuatro. El cielo está impresionantemente azul y no hay nubes. Bajamos todos a la playa y los niños juegan con la arena. Es la playa del muelle roto, la misma en que jugábamos cuando chicos, porque como no iba mucha gente, nuestros padres no sufrían pensando que podíamos perdernos. El muelle se rompió aún más con el terremoto, pero sigue ahí. Yo pienso en la palabra continuidad. Mientras saco una foto a mis hijos, que juegan con los hijos de mi hermana, miro desde la orilla del mar y veo al grupo esparcido por la arena. Son tres generaciones. Siete familias. Nacidas de una sola mujer. Pienso que es realmente hermoso como funciona la vida. Que ojalá todos pudiéramos tener una manada linda, que se haya quedado con lo mejor de nosotros, para esparcirlo por donde anden. Que ojalá todos pudiéramos tener una manada linda que un día eche a volar nuestras cenizas y nos recuerde como su principio.

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