In God's Country (Let Me In)
Anoche fue -probablemente- la última vez que de Lasa y yo nos despedimos frente a nuestras casas siamesas tras una sesión de conversa a tajo abierto. "Trato de no pensar en eso", le dije, cuando habló del momento que se acerca. Ella manejaba Kennedy arriba y el CD de Fernández disparaba canciones tan disímiles como Típico Tic y Faithfully. Lo que sucede es que cuando este año volvamos de Las Trancas, de Lasa y su tribu ya no vivirán en la Casa 2.
Llegamos a Santa Sofía a finales de enero de 2003. Nos quedamos con la Casa 3 porque la 2, la que yo quería, porque tenía más terreno, ya estaba reservada. A nuestro alrededor no había, literalmente, nada. Sólo piedras, polvo y unos grillos tamaño lagartija. Hacía un calor del infierno. Todavía nos reimos acordándonos de la muy punga malla de kiwi verde con rayas blancas que pusimos para poder almorzar en el radier de cemento que un día sería nuestra terraza. Juan Luis, el maestro que nos construyó las jardineras, siempre se acuerda de cómo se despellejó dos veces trabajando con la polera puesta. Yo estaba feliz de llegar a nuestra casa nueva, pero tenía pena. La Caro acababa de irse a vivir a Estados Unidos y el Tan a su beca en París. La Jime, que nos ayudó con la mudanza, tarde o temprano partiría a Guatemala. De Lasa apareció, completamente luminosa y saludando como una rockstar, de vuelta de sus vacaciones en Pucón. Nada de noches calurosas, polvaredas ni maestros. Fue verla y saber que la conocía. Pero no fuimos amigas inmediatamente. Digamos, pensando en lo que nosotras consideramos Amistad. Pero a poco andar, y llevándonos muy bien como vecinas, comenzamos a descubrir conexiones impresionantes. Desde haber ido al mismo colegio a compartir el mismo ginecólogo, nuestro más grande que la vida Tulio Rodríguez. Desde que mi mamá le haya hecho clases de guitarra cuando era chica, hasta que mi papá hubiera sido amigo de su tío, por lo que su inusual apellido para mi era de lo más familiar. Desde el gusto por la pintura y el dibujo, hasta la relación semi-patológica con la música y el conocer canciones que nadie más (o sólo un par de frikis más) conoce. Todo lo anterior, sin contar las visiones comunes de la vida, la telepatía, los sueños y todo ese universo de cosas sin mucha explicación, que para nosotras siempre han sido simplemente obvias.
Hace casi diez años que al otro lado de nuestra muralla están Pablo y la Carola. Hemos compartido aceite de oliva, ketchup, mayonesa y gas para la parrilla. Hemos celebrado cumpleaños, aniversarios de matrimonio y años nuevos. Nos hemos hecho amigos de los amigos. Juntos hemos esperado y perdido hijos, hemos enterrado padres y también recibido nuevos niños. Nuestros hijos se quieren como hermanos y sus hijos son parte de mi Manada. Nos hemos reido y hemos llorado juntos. Nos hemos abrazado en los momentos en que vivir da miedo. Nos hemos influído mutuamente y hemos ido creciendo juntos hacia lugares que no pensábamos. Es lo que yo llamo tener una historia. Pero este año, de Lasa me lanzó una bomba. "Fran, a mí me costó mucho ser tu amiga. Y estuve a punto de tirarlo todo", me dijo. Yo sé que puedo levantar en un milisegundo un muro de hielo infranqueable frente a quien siento que pretende invadirme o rozarme siquiera. Pero no lo esperaba de ella. Sólo puedo agradecerle el haber seguido su intuición y haber perseverado como lo hizo, porque de otro modo yo me la habría perdido como amiga. De Lasa dice que odiaba sentir que ella me contaba cosas suyas y yo nada de mí. O que ella me pedía ayuda y yo nunca decía necesitar nada. Hace unos días, con la Caro mi hermana, destinamos una mañana casi entera para tomar café y hablar de la vida. Inevitablemente llegamos al tema del no pedir ayuda, de no exteriorizar nuestro cansancio, ni mostrar nuestras flaquezas. Cuando yo era chica y hasta no hace tanto, me parecía que contar a otros mis problemas era una mezcla entre ser débil y una lata. Una vieja llorona. Pero sucedieron cosas que me hicieron pensar diferente y empezar a ser diferente. Porque, como le dije una vez a mi amigo Cancino, yo ahora siento que debajo del no pedir ayuda y no dejar entrar está el creer, todavía, que ningún otro puede darnos algo bueno, ni ayudarnos, porque estamos completamente solos. Y que de ahí nace una odiosa clase de arrogancia, orgullo y hasta desdén, que espanta a los otros. Es de lo que está hecho el muro. Pero cualesquiera fueran las razones para sentirnos solos o abandonados, simplemente ya no es el tiempo. Ya fuimos rescatados.
Llevo harto rato preguntándome por qué las personas a las que he sido más apegada se han ido de mi lado. Es un patrón que se repite una y otra vez en mi vida y sé que no puede ser una casualidad. Le dije a la Ana María hace poco que necesitaba encontrar la respuesta y ella me miró como cuando AC me decía que me contestara a mí misma, sólo que con más cariño. Fue cuando la pregunta cambió, y pasó de un medio victimizante por qué a un para qué. Para que yo hiciera qué. Los budistas dicen que antes que naciéramos, nuestra alma eligió a un grupo de almas compañeras, una familia de almas, para encarnar juntas y entre todas diseñaron vidas que les permitieran aprender cosas para ser mejor gente, para ir avanzando hasta que seamos pura luz. Algunas de esas almas compañeras deben hacer cosas que nos harán sufrir, como tratarnos mal, agredirnos física o sicológicamente, traicionarnos o abandonarnos. Otras, en cambio, serán nuestras compañeras de ruta, muros de los lamentos, maestros, catalizadores, espejos y siameses. Nos harán reir y nos regalarán su amor y su luz. Serán pala y escoba para recogernos cuando estemos en el suelo y manual de ensamblado cuando hayamos estallado en pedacitos. Estarán siempre a nuestro alrededor o aparecerán justo a tiempo, cuando haya llegado el momento, para que no los ignoremos ni los dejemos pasar. Aparecerán para que los dejemos entrar. Para que les permitamos hacer su trabajo y nos ayuden a hacer el nuestro. Mientras escribo se me ocurre que tal vez, de haber tenido cerca a mis hermanos y a mi amiga de la vida, no me habría dado el trabajo de dejar entrar a personas que han sido, son y serán esenciales en mi vida. Ni de aprender yo misma a pedirles entrar a sus vidas. Quizás no habría tomado el riesgo de bajar la guardia, aprender a mostrar el juego, a hablar de lo que siento y a pedir ayuda. A la Caro y a la Jime nunca necesité hablarles mucho de nada, porque habíamos crecido juntas. Y claro que es mucho más cómodo viajar en piloto automático que levantar la vista, reflexionar y buscar cómo corregir el curso. Mucho más fácil que admitir que tu imagen no es ni tan hermosa ni tan brillante como pensabas y que requiere retoques importantes. Mucho más simple que exhibir tus sombras y sacar a pasear a tus fantasmas para que otros los vean y hasta se rían. Mucho más seguro que dar a otros el poder de verte tal como eres y criticarte. Y mucho más egoísta que permitir a esos otros ser felices formando parte de tu vida.
Llegamos a Santa Sofía a finales de enero de 2003. Nos quedamos con la Casa 3 porque la 2, la que yo quería, porque tenía más terreno, ya estaba reservada. A nuestro alrededor no había, literalmente, nada. Sólo piedras, polvo y unos grillos tamaño lagartija. Hacía un calor del infierno. Todavía nos reimos acordándonos de la muy punga malla de kiwi verde con rayas blancas que pusimos para poder almorzar en el radier de cemento que un día sería nuestra terraza. Juan Luis, el maestro que nos construyó las jardineras, siempre se acuerda de cómo se despellejó dos veces trabajando con la polera puesta. Yo estaba feliz de llegar a nuestra casa nueva, pero tenía pena. La Caro acababa de irse a vivir a Estados Unidos y el Tan a su beca en París. La Jime, que nos ayudó con la mudanza, tarde o temprano partiría a Guatemala. De Lasa apareció, completamente luminosa y saludando como una rockstar, de vuelta de sus vacaciones en Pucón. Nada de noches calurosas, polvaredas ni maestros. Fue verla y saber que la conocía. Pero no fuimos amigas inmediatamente. Digamos, pensando en lo que nosotras consideramos Amistad. Pero a poco andar, y llevándonos muy bien como vecinas, comenzamos a descubrir conexiones impresionantes. Desde haber ido al mismo colegio a compartir el mismo ginecólogo, nuestro más grande que la vida Tulio Rodríguez. Desde que mi mamá le haya hecho clases de guitarra cuando era chica, hasta que mi papá hubiera sido amigo de su tío, por lo que su inusual apellido para mi era de lo más familiar. Desde el gusto por la pintura y el dibujo, hasta la relación semi-patológica con la música y el conocer canciones que nadie más (o sólo un par de frikis más) conoce. Todo lo anterior, sin contar las visiones comunes de la vida, la telepatía, los sueños y todo ese universo de cosas sin mucha explicación, que para nosotras siempre han sido simplemente obvias.
Hace casi diez años que al otro lado de nuestra muralla están Pablo y la Carola. Hemos compartido aceite de oliva, ketchup, mayonesa y gas para la parrilla. Hemos celebrado cumpleaños, aniversarios de matrimonio y años nuevos. Nos hemos hecho amigos de los amigos. Juntos hemos esperado y perdido hijos, hemos enterrado padres y también recibido nuevos niños. Nuestros hijos se quieren como hermanos y sus hijos son parte de mi Manada. Nos hemos reido y hemos llorado juntos. Nos hemos abrazado en los momentos en que vivir da miedo. Nos hemos influído mutuamente y hemos ido creciendo juntos hacia lugares que no pensábamos. Es lo que yo llamo tener una historia. Pero este año, de Lasa me lanzó una bomba. "Fran, a mí me costó mucho ser tu amiga. Y estuve a punto de tirarlo todo", me dijo. Yo sé que puedo levantar en un milisegundo un muro de hielo infranqueable frente a quien siento que pretende invadirme o rozarme siquiera. Pero no lo esperaba de ella. Sólo puedo agradecerle el haber seguido su intuición y haber perseverado como lo hizo, porque de otro modo yo me la habría perdido como amiga. De Lasa dice que odiaba sentir que ella me contaba cosas suyas y yo nada de mí. O que ella me pedía ayuda y yo nunca decía necesitar nada. Hace unos días, con la Caro mi hermana, destinamos una mañana casi entera para tomar café y hablar de la vida. Inevitablemente llegamos al tema del no pedir ayuda, de no exteriorizar nuestro cansancio, ni mostrar nuestras flaquezas. Cuando yo era chica y hasta no hace tanto, me parecía que contar a otros mis problemas era una mezcla entre ser débil y una lata. Una vieja llorona. Pero sucedieron cosas que me hicieron pensar diferente y empezar a ser diferente. Porque, como le dije una vez a mi amigo Cancino, yo ahora siento que debajo del no pedir ayuda y no dejar entrar está el creer, todavía, que ningún otro puede darnos algo bueno, ni ayudarnos, porque estamos completamente solos. Y que de ahí nace una odiosa clase de arrogancia, orgullo y hasta desdén, que espanta a los otros. Es de lo que está hecho el muro. Pero cualesquiera fueran las razones para sentirnos solos o abandonados, simplemente ya no es el tiempo. Ya fuimos rescatados.
Llevo harto rato preguntándome por qué las personas a las que he sido más apegada se han ido de mi lado. Es un patrón que se repite una y otra vez en mi vida y sé que no puede ser una casualidad. Le dije a la Ana María hace poco que necesitaba encontrar la respuesta y ella me miró como cuando AC me decía que me contestara a mí misma, sólo que con más cariño. Fue cuando la pregunta cambió, y pasó de un medio victimizante por qué a un para qué. Para que yo hiciera qué. Los budistas dicen que antes que naciéramos, nuestra alma eligió a un grupo de almas compañeras, una familia de almas, para encarnar juntas y entre todas diseñaron vidas que les permitieran aprender cosas para ser mejor gente, para ir avanzando hasta que seamos pura luz. Algunas de esas almas compañeras deben hacer cosas que nos harán sufrir, como tratarnos mal, agredirnos física o sicológicamente, traicionarnos o abandonarnos. Otras, en cambio, serán nuestras compañeras de ruta, muros de los lamentos, maestros, catalizadores, espejos y siameses. Nos harán reir y nos regalarán su amor y su luz. Serán pala y escoba para recogernos cuando estemos en el suelo y manual de ensamblado cuando hayamos estallado en pedacitos. Estarán siempre a nuestro alrededor o aparecerán justo a tiempo, cuando haya llegado el momento, para que no los ignoremos ni los dejemos pasar. Aparecerán para que los dejemos entrar. Para que les permitamos hacer su trabajo y nos ayuden a hacer el nuestro. Mientras escribo se me ocurre que tal vez, de haber tenido cerca a mis hermanos y a mi amiga de la vida, no me habría dado el trabajo de dejar entrar a personas que han sido, son y serán esenciales en mi vida. Ni de aprender yo misma a pedirles entrar a sus vidas. Quizás no habría tomado el riesgo de bajar la guardia, aprender a mostrar el juego, a hablar de lo que siento y a pedir ayuda. A la Caro y a la Jime nunca necesité hablarles mucho de nada, porque habíamos crecido juntas. Y claro que es mucho más cómodo viajar en piloto automático que levantar la vista, reflexionar y buscar cómo corregir el curso. Mucho más fácil que admitir que tu imagen no es ni tan hermosa ni tan brillante como pensabas y que requiere retoques importantes. Mucho más simple que exhibir tus sombras y sacar a pasear a tus fantasmas para que otros los vean y hasta se rían. Mucho más seguro que dar a otros el poder de verte tal como eres y criticarte. Y mucho más egoísta que permitir a esos otros ser felices formando parte de tu vida.
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