Friday, March 12, 2010

Precipitado

Esto fue más que un simple writer's block. Con un revoltijo en el alma no se puede enfocar para escribir. Tiene que ver con eso que describí a cada uno de los extranjeros que me escribieron preguntando cómo estaba, ese sentimiento mezcla de alivio con una profunda tristeza, que te deja sin palabras. Uno que en ciertos momentos he llegado a confundir con la culpa. No es tan difícil confundirse. Suena feo, pero de alguna manera nos es familiar el sufrimiento que vemos por la televisión. Lo que sufren "los otros". Pero cuando "el otro" es el del lado tuyo, o ese tipo que parecía tenerlo absolutamente todo, entonces las cosas cambian. Son tus amigos esos cuyas familias perdieron sus casas, son tus amigos los que no supieron de sus parientes por días. Son heridos conocidos, son muertos cercanos. Familias hechas añicos. Niños pequeños que se llevó el mar.

Nada es como antes. Ni siquiera sabiendo que tengo la inmensa fortuna de no haber sido tocada directamente por ninguna tragedia personal ni material. Sí, otra vez la cachaña. Pero ahí están la TV y las historias, lo que leemos y lo que imaginamos, esos escalofriantes what if en la mitad de la noche. Involuntariamente, una y otra vez, vuelvo al día antes. La tarde, la comida con Pablo y la Carola, los brindis con champagne. Pablito preguntándole antes de salir a la Carola si la casa se caería si había un terremoto. Los largos minutos que duró el movimiento. No tengo un recuerdo continuo, sólo chispazos: el momento en que subo a buscar a Pedro, su carita y sus palabras "Mamá, qué atroz, ¿esto es un terremoto?", siento con mi cuerpo a la Magda temblando sin control, oigo el ruido de las cosas que caen al suelo y se quiebran, la sensación del piso ondulando bajo mis pies, la oscuridad y luego un silencio aterrador. Nada es como antes. Un terremoto a los 40 te encuentra tan lejos de los todopoderosos brazos de tus padres.

Hasta hace unos días, Santiago gozaba - o tal vez sufría- de una extraña calma. Sanhattan sólo tenía más gente en sus Starbucks: corredores y banqueros con sistemas caídos, asesores financieros y abogados sin internet, diseñadores y publicistas sin mucha urgencia. Eso hasta las cuatro réplicas de ayer. En medio de una reunión, y providencialmente en un piso 7 en lugar de mi habitual 18, los gringos quedaron desfigurados. No podían creer que los chilenos pudiéramos mantenernos sentados en la mesa, sólo intercambiando miradas. Creo que lo que más los perturbó, aparte del movimiento, fue el intento por traspasarles nuestra certeza de que nada nos iba a pasar, de que el edificio no se iba a caer. Hay que entender que para los gringos de la costa Este el referente obvio de todo desastre es el 9/11 y que las torres sí se cayeron. "¿Cómo sabes que los pisos de arriba no se nos van a caer encima?", preguntaba una pobre gringa con la piel verde, mientras bajábamos por las escaleras a la calle y cada uno de los elegantes asistentes daba su fundamentadísima opinión. Yo sólo podía pensar en mi Manada desperdigada por la ciudad, entre náuseas y una horrible sensación de aislamiento.

Entre las tantas cosas que han rondado mi cabeza en estos días, que eso sí que no cambia, está la sensación de que la tierra y el mar se han echado al bolsillo un montón de nuestras supuestas certezas. Como país, como nación, no somos lo que creímos haber llegado a ser. El Estado no es moderno, es un dinosaurio, lento y torpe. A nivel público nada funcionó como debería haberlo hecho. Ni la intuición siquiera. A nivel particular, el panorama no es mejor. Hay tanta gente podrida como estúpida y los militares sí sirven y sí son necesarios. Una vez más se hace evidente que Santiago no es Chile. Chile todavía era de adobe; no de hormigón y cristal. Un corcoveo y retrocedemos los doscientos años que ya estábamos celebrando incluso antes de cumplirlos. En fin, falta un buen rato para ver qué aprendimos con todo esto. Yo todavía tengo un remolino adentro, las aguas dando vueltas y no sé lo que va a quedar al fondo del vaso cuando se calmen. Cuando eso ocurra, habré dejado atrás los treinta, en circunstancias muy distintas a las que había estado imaginando. Entre réplicas, temores y tristeza. Intentando ser el refugio incondicional e indestructible que mis niños necesitan y pensando en esa canción de la Annie Lennox, Pavement Cracks. Tal vez no haya que echarnos abajo, pero creo que incluso los menos afectados nos hemos encontrados grietas en algún lugar. Todo, incluyendo nosotros, se ha caído un poco. Todos necesitamos alguna clase de reparación.

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