Out Of The Blue
La culpa es de Jeff Lynne. Treinta años es re-harto tiempo. Puede ser una vida entera. Debe haber sido Semana Santa la primera vez, porque las castañas estaban cayéndose. Como ayer. O quizás Primero de Mayo. El Tan era una guagua de unos seis meses, calculo. Y creo que la última vez debo haber tenido unos 11 o 12.
El fin de semana sólo llevamos dos discos para escuchar en el viaje. En rigor cuatro, eran antologías dobles de la ELO y los Beatles. De vuelta me acordé de Leo E. No era precisamente un adonis, pero daba lo mismo, bailaba bien, era bueno para la pelota y teníamos el mismo gusto de música. Mis amigas decían que yo le gustaba. A mí nunca me gustó el hombre, que a la sazón era ya un profesional, médico con buena pega, con hartas lucas y un Volvo 850. Mal ojo, me dijeron alguna vez, pero lo mío nunca fueron los negocios. Yo sólo me hice de unas buenas escuchas de discos, un gran casette de 90 con la antología de ELO y Afterglow, el Box Set y me quedé con JFC. Qué loco, hace unos años me encontré de frente en Algarrobo con él, cada uno con coche de guagua en mano, casado con una mina que el Feli conocía. Small world, nothing I regret.
Pero había más tras la ELO. Fue un pedazo grande de nuestra niñez. Seguro ni te acuerdas, pero yo sí. Escuchamos mucha ELO con las Marré, Out Of The Blue, Discovery, Xanadu, Time. Recuerdo estar esperando a la mamá en el auto, con The Lights Go Down, que la tocaron mucho en la radio y que luego se la tragó el tiempo, hasta que dí con el CD en Fusión. Yo no sé por qué me gustaba tanto, si no es ni con mucho de sus mejores canciones, pero era como adictiva, con esa guitarra sesentera y el cencerro en el medio. Y así, de pronto y de la nada, se me ocurrió. Total, bastaba sólo un pequeño desvío en la ruta.
El camino es en verdad muchísimo más corto de lo que nos parecía de chicas, cuando no dormíamos la noche antes de irnos y sentíamos que no llegaríamos nunca. También todo parece como más chico. Pero sigue oliendo a leña por todas partes. El salón está igual de tétrico que cuando nos contábamos cuentos de noche, del piano que se tocaba solo, de las puertas que se abrían y cerraban y de los monjes que penaban. Que seguro que penan, está claro. ¿Te acuerdas que había una cruz en el bosque y decíamos que era la tumba de un monje? También está todavía el pozo al centro de patio interior, aunque hay menos plantas. Ya no están los juegos de la rana, ni las rayuelas. Pero sí están los castaños, treinta años más altos. Cuando íbamos en verano las castañas no estaban maduras. También está la cancha de tenis y el cerro donde apareció mi araña pollito. Está el comedor, la terraza donde almorzábamos, la piscina, las araucarias y el sauna. Los pasillos están idénticos, es impresionante. ¿Te acuerdas de los desayunos con leche de vaca con esa nata asquerosa ¿Y de las mermeladitas chicas que nos robábamos? ¿Te acuerdas cuando el gordo dueño cantaba ópera? Si hasta cantó Ramón Vinay ahí una vez y la mamá nos obligaba a estar calladas y no movernos. De pronto pensé que era Domingo y me acordé de los aperitivos con asado al disco, en que nos comíamos todo y entonces veo, justo al frente mío el disco, con una pila de carbón, listo para encenderlo. Es tan bueno saber que algunas cosas no cambian. Había música en el bar. Era piano, como esos casettes de Raúl Di Blasio que ponía el Nono cuando se tomaba un pisco sour. O varios, más bien, demasiados. Y ahí fue que me saltaron las lágrimas. Porque entré a ese bar y se me vino a la cabeza su imagen, gozador, medio niño, medio irresponsable, medio torpe, pero generoso, adorable y salvador; y nosotras, preocupadas de puro pasarlo bien, cargando bebidas a su cuenta y con la única responsabilidad de aparecer a la hora de almuerzo cuando tocaban la campana. Ese lugar está tan lleno de historia. Huele a fuego encendido y apagado por siglos, que de hecho es así. Ya no está la piel de puma que había en la muralla, pero está la colección de relojes y los muebles son los mismos que en ese tiempo. Está incluso la mesa de pool, que nos dejaban usar aunque éramos chicos, cuando a mí me gustaba el hijo del tipo que tocaba el piano y a tí el del administrador. Sabes que el papá tenía hasta hace poco una foto en que aparecemos todos los de ese año. 1979, el mejor. Pensé tanto en ti. Podríamos haber ido juntas, quién sabe de qué cosas nos habríamos acordado, como cuando te enamoraste de Cristóbal, que tenía como 15 años más que tú. Pero fue lindo ir y ver y poder mostrarle a la Magda el lugar donde, a su misma edad, yo empecé a soñar, a sentir cosas, a hacerme preguntas y a almacenar recuerdos imborrables. Seguro tu también has vuelto en sueños una y mil veces. Deberías ir. Ahí están las imágenes, los sonidos y sobre todo, los olores que sin yo saberlo me habían acompañado toda la vida. Ahora sé por qué me gusta tanto el campo y no soporto el encierro. Ahora sé por qué el olor a leña me transportaba a otra dimensión. Ayer, por primera vez no me fui llorando a Santiago. Y entendí por qué me pasaba eso cada vez que volvíamos. Después de todo, siento que es, lejos, el lugar donde más libres y felices fuimos cuando chicas. Al menos yo, sentía que al volver de vacaciones perdía todo eso. Y no había nada que pudiera hacer.
El fin de semana sólo llevamos dos discos para escuchar en el viaje. En rigor cuatro, eran antologías dobles de la ELO y los Beatles. De vuelta me acordé de Leo E. No era precisamente un adonis, pero daba lo mismo, bailaba bien, era bueno para la pelota y teníamos el mismo gusto de música. Mis amigas decían que yo le gustaba. A mí nunca me gustó el hombre, que a la sazón era ya un profesional, médico con buena pega, con hartas lucas y un Volvo 850. Mal ojo, me dijeron alguna vez, pero lo mío nunca fueron los negocios. Yo sólo me hice de unas buenas escuchas de discos, un gran casette de 90 con la antología de ELO y Afterglow, el Box Set y me quedé con JFC. Qué loco, hace unos años me encontré de frente en Algarrobo con él, cada uno con coche de guagua en mano, casado con una mina que el Feli conocía. Small world, nothing I regret.
Pero había más tras la ELO. Fue un pedazo grande de nuestra niñez. Seguro ni te acuerdas, pero yo sí. Escuchamos mucha ELO con las Marré, Out Of The Blue, Discovery, Xanadu, Time. Recuerdo estar esperando a la mamá en el auto, con The Lights Go Down, que la tocaron mucho en la radio y que luego se la tragó el tiempo, hasta que dí con el CD en Fusión. Yo no sé por qué me gustaba tanto, si no es ni con mucho de sus mejores canciones, pero era como adictiva, con esa guitarra sesentera y el cencerro en el medio. Y así, de pronto y de la nada, se me ocurrió. Total, bastaba sólo un pequeño desvío en la ruta.
El camino es en verdad muchísimo más corto de lo que nos parecía de chicas, cuando no dormíamos la noche antes de irnos y sentíamos que no llegaríamos nunca. También todo parece como más chico. Pero sigue oliendo a leña por todas partes. El salón está igual de tétrico que cuando nos contábamos cuentos de noche, del piano que se tocaba solo, de las puertas que se abrían y cerraban y de los monjes que penaban. Que seguro que penan, está claro. ¿Te acuerdas que había una cruz en el bosque y decíamos que era la tumba de un monje? También está todavía el pozo al centro de patio interior, aunque hay menos plantas. Ya no están los juegos de la rana, ni las rayuelas. Pero sí están los castaños, treinta años más altos. Cuando íbamos en verano las castañas no estaban maduras. También está la cancha de tenis y el cerro donde apareció mi araña pollito. Está el comedor, la terraza donde almorzábamos, la piscina, las araucarias y el sauna. Los pasillos están idénticos, es impresionante. ¿Te acuerdas de los desayunos con leche de vaca con esa nata asquerosa ¿Y de las mermeladitas chicas que nos robábamos? ¿Te acuerdas cuando el gordo dueño cantaba ópera? Si hasta cantó Ramón Vinay ahí una vez y la mamá nos obligaba a estar calladas y no movernos. De pronto pensé que era Domingo y me acordé de los aperitivos con asado al disco, en que nos comíamos todo y entonces veo, justo al frente mío el disco, con una pila de carbón, listo para encenderlo. Es tan bueno saber que algunas cosas no cambian. Había música en el bar. Era piano, como esos casettes de Raúl Di Blasio que ponía el Nono cuando se tomaba un pisco sour. O varios, más bien, demasiados. Y ahí fue que me saltaron las lágrimas. Porque entré a ese bar y se me vino a la cabeza su imagen, gozador, medio niño, medio irresponsable, medio torpe, pero generoso, adorable y salvador; y nosotras, preocupadas de puro pasarlo bien, cargando bebidas a su cuenta y con la única responsabilidad de aparecer a la hora de almuerzo cuando tocaban la campana. Ese lugar está tan lleno de historia. Huele a fuego encendido y apagado por siglos, que de hecho es así. Ya no está la piel de puma que había en la muralla, pero está la colección de relojes y los muebles son los mismos que en ese tiempo. Está incluso la mesa de pool, que nos dejaban usar aunque éramos chicos, cuando a mí me gustaba el hijo del tipo que tocaba el piano y a tí el del administrador. Sabes que el papá tenía hasta hace poco una foto en que aparecemos todos los de ese año. 1979, el mejor. Pensé tanto en ti. Podríamos haber ido juntas, quién sabe de qué cosas nos habríamos acordado, como cuando te enamoraste de Cristóbal, que tenía como 15 años más que tú. Pero fue lindo ir y ver y poder mostrarle a la Magda el lugar donde, a su misma edad, yo empecé a soñar, a sentir cosas, a hacerme preguntas y a almacenar recuerdos imborrables. Seguro tu también has vuelto en sueños una y mil veces. Deberías ir. Ahí están las imágenes, los sonidos y sobre todo, los olores que sin yo saberlo me habían acompañado toda la vida. Ahora sé por qué me gusta tanto el campo y no soporto el encierro. Ahora sé por qué el olor a leña me transportaba a otra dimensión. Ayer, por primera vez no me fui llorando a Santiago. Y entendí por qué me pasaba eso cada vez que volvíamos. Después de todo, siento que es, lejos, el lugar donde más libres y felices fuimos cuando chicas. Al menos yo, sentía que al volver de vacaciones perdía todo eso. Y no había nada que pudiera hacer.