Tuesday, June 10, 2008

Vienna Calling

Llegué a Viena en un tren que cruzó los Alpes italianos durante la noche. Cuando desperté miré por la ventana y me pareció estar viendo una foto de calendario o un video de Heidi. Todo es igual: las praderas verdes, los pueblitos pequeños alrededor de una iglesia con una aguja, las casitas de madera con geranios en las ventanas y persianas con corazones perforados. Uno de mis compañeros de compartimento era un abogado que quería dedicarse al derecho constitucional. Me explicó cómo salir de la estación y llegar a mi albergue. Acostumbrada yo a los dormitorios masivos y al baño común, este era un lujo: sólo dos camas y baño dentro de la habitación.





Apenas dejé mis cosas me fui al castillo Schönbrunn, un palacio maravilloso, con un bosque de encinas lleno de ardillas, donde la familia imperial iba a cazar. De vuelta me encontré con mi compañera de habitación, que resultó ser una australiana, violinista, hija de un director de orquesta. Enganchamos instantáneamente. Para ella visitar Viena tenía un significado muy especial y me invitó a compartirlo. Ese día visitamos la casa en que vivió Mozart en Viena.



Lo mejor de ese día ocurrió en la noche. Salimos a tomar un café, en un lugar muy parecido al que aparece en Antes del Amanecer. De vuelta, había que pasar por St. Stephansdom, la catedral gótica que está plantada en el centro de Viena. Entrar en una catedral gótica de noche es, por lo bajo, impresionante. Pero si en medio de la oscuridad hay un organista tocando, se le paran a uno todos los pelos.


La mañana siguiente fuimos al Palacio Belvedere a ver los cuadros de Klimt. Llovía y yo tenía un resfrío horripilante, pero fue realmente sobrecogedor ver esas pinturas. Yo conocía El Beso y otras pinturas de mujeres, pero no sabía que Klimt había pintado paisajes, esos de árboles y cascadas de flores, el campo de amapolas, los castillos, los abedules. Yo recordaba que a Montes le gustaba mucho Klimt, pero no entendía hasta ese momento por qué tanto. Pero es así. Tanto que bajando las escaleras, ya dejando el museo, nos miramos y nos dijimos "sí, hay que verlo de nuevo" y corrimos a mirarlo una vez más. Después de eso nos separamos, ella fue a buscar tiendas de partituras y yo disquerías. Ahí me hice de mi CD de Münchener Freiheit y de mi casette de Lucylectric. Y recuerdo haberme sentado en un café en la calle y escrito una larga carta a la Jime, escuchando a un violinista disfrazado que tocaba Eine kleine Nachtmusik.

En la tarde nos juntamos y visitamos la elegantísima Opera de Viena, con su Tapestry Room, una sala llena de tapices con temas de diferentes óperas, la maravillosa Marble Room, con sus diseños cubistas hechos en mármol y con sus pasillos llenos de pinturas espectaculares. Grandes porciones del Teatro han sido reconstruidas, pero ahí se nota la clase de estos europeos: uno no se da ni cuenta.

De las tradiciones de mi papá, no todas eran tan odiosas como ver la Parada Militar cada 19 de septiembre o hacer paquetitos de hojas de cedrón tras cada poda. Una me gustaba en particular: ver con él el Concierto de Año Nuevo en Viena. Todos los años, hasta ahora, se hace este concierto, en el cual se toca principalmente música de los Strauss y siempre bajo la conducción de directores muy secos. Recuerdo que, intercaladas con las imágenes de los músicos aparecían parejas bailando vals en los salones de un palacio, que de hecho era Schönbrunn, con peinados y vestidos de la época. El concierto se hace siempre en un teatro cuya muralla de fondo muestra un impresionante órgano de tubos. Casi siempre termina con Radetzky -que suena mucho más bonita que cuando la toca la Escuela Militar- y es divertido ver a todos esos vieneses tan estirados y compuestos, aplaudiendo y tirándole flores a los músicos, en una especie de elegante desbande. Cuando visitamos la Opera, por ninguna parte vi el organo del Concierto de Año Nuevo y me pareció extraño oir a un guía decir que en ella sólo se presenta opera y ballet y jamás conciertos.


La explicación llegó en la noche. Entramos, nos ubicamos en el Standing Room, un espacio en el extremo opuesto del escenario, donde se pueden conseguir entradas por un precio accesible y lo primero que vi al fondo detrás de la orquesta, fue el órgano. No había flores, porque no era año nuevo, pero ahi estaba. Y ahi estaba yo, en ese lugar que había visto toda mi vida en la televisión, inigualable para dejarse llevar por la dulzura de la Primera Sinfonía de Beethoven.

Tuesday, June 03, 2008

Mori

Me acuerdo bien de mi primera visita al Museo de Bellas Artes. Me llevó mi mamá para hacer una tarea, como siempre a última hora, sobre el Mulato Gil de Castro. Pero tenía que ver otras pinturas emblemáticas también, como la Lavandera de Rugendas, el árbol de Monvoisin, el Turquito de Valenzuela Puelma y los paisajes de Valenzuela Llanos y Juan Francisco González. Yo era chica y en esa época me impresionó mucho Onofre Jarpa y su pintura realista. Pero años después, en otra visita, me volví loca con las pinturas de Camilo Mori y con un solitario bodegón de un señor llamado Luis Vargas Rosas, de quien yo no sabía nada, pero que resultó ser cuñado de Mori y figura influyente en la pintura chilena. Entonces yo ya había rayado con Picasso, Braque y Cezanne y había visto el Juan Gris que había en la casa de Montes, a la subida de la escalera.


Hace dos veranos llevé a la Magda al Bellas Artes, para que viera por primera vez la colección permanente y las pinturas de Mori. Pero aparte de La Viajera, no estaban por ningún lado. Entonces partí a alegar, que cómo era posible que no estuvieran expuestas. Pero me respondieron que no había espacio para toda la colección, por lo que, o bien estaban en bodega o expuestos en algún mall en los extramuros de Santiago. En ambos casos serían vistas por la misma cantidad de gente, pensé. Me pareció una injusticia mayúscula, sobre todo cuando vi una sala enorme destinada a una original “instalación”, en que una mano de yeso, como de maniquí, pegada a una manivela, daba vueltas a una cuerda de saltar.



Camilo Mori es mi pintor chileno favorito. Mucho más que Matta, más que Zañartu incluso. Es un ídolo, se fue a París en los años 20 y fue parte del grupo de artistas chilenos que de vuelta las emprendieron contra los convencionalismos y límites de la academia y la tradición conservadora. Los que lograron que el gobierno cerrara la Academia de Bellas Artes y mandara a todos los alumnos a Paris, a aprender sobre la modernidad, aún cuando el resultado no haya sido el que se esperaba. Mori y sus amiguetes se dedicaron a experimentar con los ismos del momento y a buscar por sí mismos hasta encontrar su propia forma de pintar la realidad, desde una mirada subjetiva y sobre todo, propia. Ya nadie les dijo cómo había que pintar. Mi papá me enseñó a dibujar cuando era chica. Pero no me dejaba pintar nada diferente a la realidad; yo quería pintar las flores verdes, porque era mi color favorito, pero él decía que no se podía, como tampoco se podía dibujar sin perspectiva. Fue tanto que cuando una vez participé en un concurso de dibujo me descalificaron, dijeron que mi dibujo había sido hecho con ayuda. Por supuesto jamás volví a participar en una competencia. Siempre discutíamos de arte con mi papá, a veces a muerte, cuando yo era más joven. A él le gustaba que la pintura fuera como una foto, a mí eso me parecía una aberración. Aunque Mori era tierra común. Supongo que porque había trabajado con el tío Pedro en Un Grito en el Mar.

Siempre me gustaron los artistas que se rebelaron contra la academia y la tradición, porque son los responsables de los giros de tuerca en el arte. Tan necesarios como emocionantes. Me acuerdo de esa maravilla de curso llamado Apreciación de las Artes, con Radoslav, el Grillo, el hermano del señor Ivelic, ese mismo que destina una sala de su museo a la mano de yeso a expensas de mis pinturas favoritas de la vida. El Grillo era bacán y se volaba enseñándonos sobre pintura, escultura, cine y música y cuando terminaba una frase nos miraba un rato, emocionado y luego se reía y nos decía “Qué chori, no?”. Así que casi me pongo a llorar este sábado, cuando llevamos a Pedro a la fiesta de clausura del Mes del Libro de su jardín, en el Instituto Cultural de Las Condes y veo que había una exposición de Mori llamada “Los Años Modernos”. Ahí están muchas de las pinturas que tanto necesitaba ver y que me volvieron a emocionar, además de una colección de dibujos, bocetos y apuntes, más una serie de afiches publicitarios cuya existencia, estoy segura que tanto como yo, muchos ignoraban.