Monday, March 22, 2010

Cuarenta y Veinte

Anoche después de mi cumpleaños tuve que ordenar el jardín. Lo hice con la misma sensación de cuando desarmo el árbol de pascua. Me resistía a sacar los girasoles de los candelabros, porque se veían tan lindos. Luego pensé que era mejor ponerlos en agua, para que duraran un poco más. Lo único que quedó fue la alfombra que usamos de escenario, a lo Ben Harper, llena de manchas nuevas de ceniza y cerveza. Pero cada una valió la pena. Lo dijo Mingo, cuando vino a traerme los discos de Molotov en la mañana: "me desperté cansado, pero con la satisfacción de haber pasado un buen momento". Como decía Pelao, That's the spirit.

Igual que con el terremoto (pero al revés) tengo destellos y recuerdos fragmentados de la noche. Quizás esté tomando demasiado. Sí recuerdo todo lleno de flores y velas, la torta que me hizo el Feli, los saludos y los abrazos, todo alegre, todo feliz, aunque en algún lugar pensando en mis seres favoritos que no pudieron estar. Recuerdo las palabras emocionantes de la Meche, del Tan, de mi Mamá. Sí, hasta la Vieja cantó. Me acuerdo de la Ceci, Alfonso y la Paty cantando el Vivas. Y la sensación indescriptible y mágica de estar cantando mis canciones de la vida con el Tan, la Meche, Manuel, el Chino y Alejandro, preguntándome cómo diablos me demoré tanto en hacerlo, cómo le hice el quite tantos años. Pensé en el momento exacto en que crucé el punto de no retorno. Fue una canción en la radio. Pensé que sabría cómo tocarla, aunque llevara años sin tomar una guitarra. Paco Interno se encargó de torturarme por meses tras comprar mi Ibanez AEG10VS Sunburst -la guitarra más hermosa del universo- pero para su desgracia me salió a la primera. Es obvio que la canción es Other Side Of The World.

Cuando éramos chicas con mis amigas nos reíamos de esa canción, 40 y 20, alguna vez aplicable a una que no fui yo. Nos hemos reído por años de ese inolvidable personaje que conocimos en La Serena en 1991, Vodanovic, que era canoso y que según nosotras tenía 39,9 años, aunque pensándolo ahora, no debe haber pasado los 30. También recuerdo que alguna vez prometimos cortarnos el pelo cuando cumpliéramos 40, pero ninguna cumplió. Un amigo me escribe "bienvenida a los 40, no es tan malo". Otro me dice "siempre puedes ser mejor persona". Lo que sí sé es que son una chorrera de años, que se veían muy lejos, pero que aquí estamos y qué. Al manejar escuchando esa maravilla que es Souvlaki, flotando y buceando entre masamorras de guitarras, bajos y susurros, no pude evitar pensar en mis veintes. En Loveless y en Amor Amarillo, regalos cumpleañeros de otros tiempos. Evidentemente soy mucho más feliz a los 40 que a los 20. Tengo lo que en ese tiempo dudaba que llegaría a tener. Soy muchas de las cosas que pensé que nunca iba a ser. Ando contenta por la vida, Most Of The Time. A los 20 somos unos merengues enclenques y nos bota la primera ventolera. A los 40 nos han salido arrugas, pero también raíces. Todas nuestras razones son correctas y si no lo son, están debidamente fundamentadas para dar una buena batalla. Todo es menos serio y grave, aunque de hecho nos sucedan cosas serias y graves, y nos hemos sacado de encima lo pesado e inservible. Hemos clavado una bandera en una tierra de la que nadie nos sacará jamás. A los 20 estaba perdida, en cambio ahora sé que me gustan muchas cosas en la vida, y que una me gusta más que las demás y ya no me da vergüenza. Pienso en esa canción himno que es Eurovisión. A los 40 sabemos bien que quienes dicen ser nuestros amigos lo son de verdad. Ya hemos separado la paja del trigo. En cada regalo pude ver y sentir la preocupación por elegir y darme algo especial e inolvidable. En cada saludo, en cada abrazo estuvo ese sentimiento cálido, envolvente y maravilloso de cariño, complicidad y compañía a través de los años, los altos y los bajos. Algo parecido a la incondicionalidad. Si es verdad eso de que recibimos de vuelta lo que damos, siento que mi cumpleaños número 40 fue una de esas ocasiones para recibir. Creo que incluso de más.

Tuesday, March 16, 2010

Aquí No Ha Pasado Nada

A veces algunas cosas que pienso, cuando las escribo, pueden parecer un poco fuera de lugar. Decir que me estremeció y me dejó angustiada la imagen de las Siete Tazas secas puede sonar como un insulto, desde cierta perspectiva. Decir que el terremoto alteró profundamente mis procesos internos puede parecer de un egoísmo supremo. Decir que el terremoto nos afectó como familia podría parecer una tontera. Pero no. A cada uno nos ha tocado en algo. No es comparar. Es sólo mirar.

Me gusta volver de vacaciones en medio de febrero, cuando casi todos están en las suyas. Aunque eso implica que me joden un poco en vacaciones, me asegura un aterrizaje amortiguado a marzo, con el tiempo y el espacio suficiente para hacer balance y estado de resultados de las vacaciones. Ver lo que entró y lo que salió, lo que ganamos y lo que perdimos. Decidir lo que mantendremos y lo que eliminaremos. Hacer las correcciones de curso necesarias para comenzar otra vez a empujar el carro año arriba. Le decía anoche al Feli que el terremoto me pilló haciendo ese proceso y que lo interrumpió, sin mencionar que borró de un plumazo el recuerdo de las vacaciones. Si no fuera por mis preciosas fotos. El año recién parte y ya estamos agotados. Aunque, francamente, lo que sucedió hubiera dejado valiendo hongo cualquier plan. Creo que me siento como Piñera mirando su programa de gobierno.

Post terremoto mi amiga Carola está preparándose para dar ayuda sicológica a sus alumnos y pacientes. Incluida la gente a la que no le pasó nada con el terremoto. Santiaguinos que no perdieron familia ni casa. Trabajadores cuyos jefes les exigen concentrarse y producir. Niños a los que sus padres no les permiten hablar más del asunto. Padres que se quiebran el mate pensando qué decir y qué no y cómo contener las oleadas de terror que tienen tanto ellos como sus hijos. La semana pasada hablé con Felipe L. que es un abogado chileno que vive en NY. 50 minutos del terremoto y con suerte unos 10 de trabajo. Nos acordábamos que a los dos días del 9/11 los gringos estaban trabajando en oficinas prestadas, en una actitud medio enajenada, difícil de clasificar. Lo que sí sabemos es que hartos quedaron locos. Yo no quiero ser así. En mi oficina no hubo ningún gesto "oficial" durante el fin de semana (casi todos teníamos Blackberries funcionando). El Domingo a las 8:30 pm apareció un mail, que decía algo así como "Todo el mundo está vivo, algunas familias de gente de provincia tuvieron daños en sus casas, y aquí van las instrucciones para ir a trabajar mañana." Siempre he pensado que en lugar de pasar la mañana en el Starbucks debimos habernos quedado en casa. Todavía no hay letreros que indiquen las vías de escape, que no serán muy glamorosos, pero son obligación legal, hasta donde sé. El reconocimiento de la supuesta "zona segura" lo hicimos un grupo de madres alharacas una tarde que tembló fuerte.

De todo lo que estoy viendo en alguna gente me estan molestando en particular dos cosas: la negación y el contarnos cuentos (que ahora que lo pienso pueden ser las dos caras de la moneda chilensis). Me da lata ese discurso pechugón de que los chilenos estamos preparados, que somos los campeones del terremoto, que "nuestro" terremoto cambió el eje de la tierra, que tenemos la norma de construcción más estricta del planeta, que somos la raja porque sólo se cayeron unos pocos edificios, que somos un pueblo solidario y la canción de siempre. Como decía Mike C., Baloney! Por no citar a Buddy Richard. Si estamos como las huevas.
Anoche me gustó escuchar a la Ana María Tomassini decir que el primer día de clases lo dedicarán a hablar MUCHO del terremoto, a una misa en que va a participar todo el colegio y a hacer un pic-nic. De vuelta conversábamos con el Feli sobre todo lo que está pasando, sobre nosotros, sobre nuestra familia, sobre nuestros niños. Y aquí está la cuestión. Resulta que no nos pasó nada y sin embargo no nos sentimos igual. No me canso de decirlo: nada es como antes. Y no queremos hacer como que nada ha pasado. Ese es el verdadero insulto a todos quienes perdieron seres y cosas queridos. Esos a quienes el terremoto les cambió hasta el mapa. Queremos nuestro espacio para, de verdad, comportarnos como humanos. El espacio para reflexionar y hablar, no de estadísticas ni detalles inútiles en un ascensor, sino de lo que andamos trayendo dentro ahora. Queremos ejercer libremente nuestro derecho a sentir pena, a estar desconcentrados, a estar preocupados y asustados. Es triste, aunque a la vez tiene su cuota de belleza, que el Feli y yo hayamos llamado de la misma exacta forma a lo que sentimos que le ha sucedido a la Magda. Tiene 9 años, y aunque no ha perdido nada, ya no es la misma niña. Pelea -como es ella- por no demostrar su miedo, sin embargo ha llorado abrazada a nosotros como pocas veces y se llena de angustia cuando oscurece. Se le cierra el pecho y se le congestiona la nariz cuando hay réplicas o cuando se corta la luz. Y yo siento rabia y luego pena y no lo puedo evitar ni voy a hacerlo. Una de las cosas que el terremoto se llevó es un pedazo de su inocencia. Ella ya se enteró de algunas verdades de la vida. Ella ya vio. Nosotros no queríamos que fuera tan luego.

Friday, March 12, 2010

Precipitado

Esto fue más que un simple writer's block. Con un revoltijo en el alma no se puede enfocar para escribir. Tiene que ver con eso que describí a cada uno de los extranjeros que me escribieron preguntando cómo estaba, ese sentimiento mezcla de alivio con una profunda tristeza, que te deja sin palabras. Uno que en ciertos momentos he llegado a confundir con la culpa. No es tan difícil confundirse. Suena feo, pero de alguna manera nos es familiar el sufrimiento que vemos por la televisión. Lo que sufren "los otros". Pero cuando "el otro" es el del lado tuyo, o ese tipo que parecía tenerlo absolutamente todo, entonces las cosas cambian. Son tus amigos esos cuyas familias perdieron sus casas, son tus amigos los que no supieron de sus parientes por días. Son heridos conocidos, son muertos cercanos. Familias hechas añicos. Niños pequeños que se llevó el mar.

Nada es como antes. Ni siquiera sabiendo que tengo la inmensa fortuna de no haber sido tocada directamente por ninguna tragedia personal ni material. Sí, otra vez la cachaña. Pero ahí están la TV y las historias, lo que leemos y lo que imaginamos, esos escalofriantes what if en la mitad de la noche. Involuntariamente, una y otra vez, vuelvo al día antes. La tarde, la comida con Pablo y la Carola, los brindis con champagne. Pablito preguntándole antes de salir a la Carola si la casa se caería si había un terremoto. Los largos minutos que duró el movimiento. No tengo un recuerdo continuo, sólo chispazos: el momento en que subo a buscar a Pedro, su carita y sus palabras "Mamá, qué atroz, ¿esto es un terremoto?", siento con mi cuerpo a la Magda temblando sin control, oigo el ruido de las cosas que caen al suelo y se quiebran, la sensación del piso ondulando bajo mis pies, la oscuridad y luego un silencio aterrador. Nada es como antes. Un terremoto a los 40 te encuentra tan lejos de los todopoderosos brazos de tus padres.

Hasta hace unos días, Santiago gozaba - o tal vez sufría- de una extraña calma. Sanhattan sólo tenía más gente en sus Starbucks: corredores y banqueros con sistemas caídos, asesores financieros y abogados sin internet, diseñadores y publicistas sin mucha urgencia. Eso hasta las cuatro réplicas de ayer. En medio de una reunión, y providencialmente en un piso 7 en lugar de mi habitual 18, los gringos quedaron desfigurados. No podían creer que los chilenos pudiéramos mantenernos sentados en la mesa, sólo intercambiando miradas. Creo que lo que más los perturbó, aparte del movimiento, fue el intento por traspasarles nuestra certeza de que nada nos iba a pasar, de que el edificio no se iba a caer. Hay que entender que para los gringos de la costa Este el referente obvio de todo desastre es el 9/11 y que las torres sí se cayeron. "¿Cómo sabes que los pisos de arriba no se nos van a caer encima?", preguntaba una pobre gringa con la piel verde, mientras bajábamos por las escaleras a la calle y cada uno de los elegantes asistentes daba su fundamentadísima opinión. Yo sólo podía pensar en mi Manada desperdigada por la ciudad, entre náuseas y una horrible sensación de aislamiento.

Entre las tantas cosas que han rondado mi cabeza en estos días, que eso sí que no cambia, está la sensación de que la tierra y el mar se han echado al bolsillo un montón de nuestras supuestas certezas. Como país, como nación, no somos lo que creímos haber llegado a ser. El Estado no es moderno, es un dinosaurio, lento y torpe. A nivel público nada funcionó como debería haberlo hecho. Ni la intuición siquiera. A nivel particular, el panorama no es mejor. Hay tanta gente podrida como estúpida y los militares sí sirven y sí son necesarios. Una vez más se hace evidente que Santiago no es Chile. Chile todavía era de adobe; no de hormigón y cristal. Un corcoveo y retrocedemos los doscientos años que ya estábamos celebrando incluso antes de cumplirlos. En fin, falta un buen rato para ver qué aprendimos con todo esto. Yo todavía tengo un remolino adentro, las aguas dando vueltas y no sé lo que va a quedar al fondo del vaso cuando se calmen. Cuando eso ocurra, habré dejado atrás los treinta, en circunstancias muy distintas a las que había estado imaginando. Entre réplicas, temores y tristeza. Intentando ser el refugio incondicional e indestructible que mis niños necesitan y pensando en esa canción de la Annie Lennox, Pavement Cracks. Tal vez no haya que echarnos abajo, pero creo que incluso los menos afectados nos hemos encontrados grietas en algún lugar. Todo, incluyendo nosotros, se ha caído un poco. Todos necesitamos alguna clase de reparación.