Monday, September 20, 2010

A Escala Humana

La última vez que nos escapamos con el Feli solos a algún lugar fue hace ya demasiado rato, aunque sólo un par de meses. Era una noche heladísima de invierno, un fin de semana cualquiera. Fuimos al restaurant que está al lado del Yatching y como no había más comensales que nosotros, esperamos el aperitivo al lado de una Bosca, conversando con uno de los garzones, que no tenía mucho que hacer. Hablamos de Algarrobo a través del tiempo. El siempre ha vivido en el pueblo. Nosotros siempre fuimos veraneantes. Pero diferentes perspectivas nunca impiden una buena conversación entre dos personas. Nos devoramos esos camarones con aliño de merkén que siempre pedimos y de vuelta en la casa, con el vino en el cuerpo, nos quedamos frente al fuego. Amo la palabra crepitar y el sonido que ella nombra.
Al día siguiente nos pusimos frente al fuego otra vez. Recuerdo haber mirado por la ventana y haber visto el sol salir entre las nubes de la mañana y el eucaliptus enorme de la calle de más abajo, con sus ramas casi negras que se movían al viento. Recuerdo como un rayo de sol fue avanzando por los cojines sobre los que estábamos, calentándonos los dedos de los pies primero y subiendo lentamente piernas arriba. Recuerdo haberle dicho al Feli que no había nada mejor que vivir así, conscientes únicamente del cuerpo y los sentidos. Sin apuros. Al ritmo del sueño, del hambre y del frío. Al ritmo de las ganas.

Un par de semanas atrás, los Nome nos invitaron a pasar el 18 con ellos y nuestras respectivas Manadas a Linares, de donde ellos vienen. El viernes en la mañana partimos temprano para llegar al primer asado, cerca de Pelarco. La dueña de casa, adorable, nos recibe y pide disculpas, porque la casa es prestada. "La mía se cayó con el terremoto", nos dice. Más tarde se me paran los pelos cuando cuentan cómo lograron salir con sus cinco hijos de la casa de adobe en que vivían y que por momentos no supieron los unos de los otros. Y me emociono cuando dice que la caída de la casa pasó a ser un detalle, porque están todos vivos. Uno ve que plateada al horno de barro, cordero asado, arrollado, chancho en piedra, pan amasado y vino, se vuelven meros instrumentos, porque son las vías a través de las cuales sucede algo mucho más profundo que simplemente comer con otros en una misma mesa. Uno se asoma a lo que son otras personas, escucha sus historias, se encuentra de pronto compartiendo gustos y termina compartiendo además los sueños de una vida simple entre árboles y montañas. Eso, no tiene precio. Los dejamos cuando comienza a oscurecer y partimos a Linares. Dormimos en una casita de madera en el campo y al día siguiente le enseño a la Lauri a partir palitos y tirarlos por las acequias, como hacía con mi abuelo en La Leonera. Caminamos con los niños por manzanares y bosques de aromos que todavía huelen a flores amarillas. Llegamos a Linares, a la casa de la familia de la Paula, minutos antes que comience el desfile de huasos a caballo y militares con banda de guerra. Nos explican que el desfile es tradición y evento máximo de la ciudad. Por un momento pienso que tal vez creyeron que lo encontraríamos raro, incluso rasca, como somos santiaguinos... Pero nada de eso. Vimos felices el desfile, aplaudimos a los huasos con sus tenidas elegantes y chamantos hermosos y en la tarde fuimos a conocer la Plaza de Armas y la catedral. Lo que me quedó de ese asado, en un jardín enorme bajo araucarias y magnolios es la sensación de que en provincia la vida pareciera tener una continuidad con pocos quiebres. Algo diferente a lo que ocurre en Santiago. En provincia las personas muchas veces habitan las mismas casas en que vivieron sus antepasados y uno se sienta en los mismos muebles que usaron los señores y señoras en blanco y negro que aparecen en esas fotos de marcos redondos que están por todas partes. Hay belleza en eso.
"Es la forma que tienen de expresar cariño", me dice Said cuando le agradecemos lo acogedores y preocupados que fueron sus papás, que nos dejaron la cabaña abastecida y nos invitaron a un asado al disco en su casa. "Por eso no te puedes negar a sus invitaciones", nos dice, cuando nos damos cuenta que no alcanzamos a hacer varias de las cosas que teníamos planeadas. A mí no me importó. Y pensé en la gente que conozco, que come más con desconocidos con los que mantiene compromisos vacíos y artificiales, que con familia, con amigos o con amigos de sus hijos. Por la tarde nos llevan a conocer Quinamávida y yo pienso en lo maravilloso que es tener tiempo y la posibilidad de elegir en qué usarlo. Malgastarlo, incluso, alguien podría decir. El Lunes sabíamos que debíamos partir temprano. Pero tomamos desayuno, ordenamos la casa e hicimos todo al ritmo que nos salió. Nos demoramos cinco horas en llegar a Santiago y a nadie le importó.
Lo mejor del fin de semana fue no habernos fijado en relojes, televisión, diario ni radio. Todo sin apuro. Masticando cada trozo de tiempo. Sin esa sensación agobiante de tener que cumplir y responder a velocidades que desafían lo físicamente posible. Sólo hubo conversaciones frente al fuego, caminatas con los niños, comida compartida y música. Vimos a nuestros niños jugando en el campo con palos y piedras, mojados, embarrados y con las caras cochinas, transpirados y oliendo a sudor y humo, jugando baseball con coligües y manzanas viejas. Dios sabe como los van a marcar esos recuerdos. Y yo le digo al Feli que necesitamos retomar el proyecto Invernada. Como sea.
Una de las noches que volvíamos al campo, escuchábamos James Taylor. Y como siempre sucede cuando la consciencia de uno se expande, o cuando el gran inconsciente se siente más próximo a nuestra piel, una canción se quedó orbitando alrededor de mi cabeza. The secret of life is enjoying the passage of time. Any fool can do it. There ain't nothing to it. Y la mejor parte:
Now the thing about time is that time
Isn't really real
It's just your point of view
How does it feel for you
Einstein said he could never understand it all
Planets spinning through space
The smile upon your face
Welcome to the human race