Through The Barricades
A veces la vida se pone muy odiosa. Digo, realmente odiosa. Si uno viviera en un monasterio de esos de monjes pelados con ropas naranjas todo sería mucho más fácil. Lo mismo si uno viviera en algún rincón del Amazonas a pata pelada y sin ropa. O si uno pudiera tener un carácter un poco menos explosivo y furibundo. La tendencia a sacar la bazuca para matar una mosca no es algo muy fácil de combatir, pero enojarse con el mundo no es algo heroico, es más bien algo enfermo.
Hace unas semanas, el Feli y yo nos fuimos a Santa Cruz a celebrar nuestro aniversario de matrimonio. Ese día no trabajamos, fuimos a hacer deporte en la mañana y en la tarde dejamos a los niños con nana y madre y partimos, escuchando las buenas canciones de nuestra vida juntos. La idea era pasar un fin de semana dedicados únicamente a satisfacer necesidades básicas. Encontrar y revivir a los dos que fuimos en el principio. De pronto entendí por qué es tan fácil que las parejas se distancien en el camino. Es que uno deja de relacionarse como el hombre y la mujer que se enamoraron y casaron y comienza a hacerlo como otras personas. Como padre y madre, como dueño y dueña de casa, como coordinadores, ejecutores y supervisores de obras, cumplidores de compromisos al filo de la hora y, demasiadas veces, como bomberos de último minuto. Quién puede pensar en amor, en esas circunstancias. Quién podría pensar en sexo, en esas circunstancias. Uno se asoma a la verdadera magnitud del compromiso asumido. Momentos como ese fin de semana son no más que instantes en la vida. Y ya sabemos que la felicidad no es una continuidad, y que la vida es, de hecho, un patchwork de momentos, que cosemos tratando de combinar de la manera más bonita posible, para abrigarnos con ellos cuando hace frío. Pero también es, muchas veces, como la mansión siniestra, donde nos acosan fantasmas, monstruos y miserias, o como un videojuego o como una carrera de vallas, o lo que sea que vaya poniendo trampas y obstáculos en un camino que luchamos a brazo partido por tener siempre despejado.
Ayer me fui a pasar la tarde con los niños al Manquehue. A ser únicamente madre. Ponerles bloqueador, darles leche y galletas, cuidarlos, envolverlos en sus toallas, secarlos y cambiarles traje de baño, conversar con ellos, contarles historias, hacerlos reír y mirarlos como hacen amigos y comienzan a vivir sus propias pequeñas vidas. Cuando ya no quedaba nadie en la piscina los saqué, los vestí y los subí al auto. Era esa hora en que huele a pasto húmedo, cuando el Cerro Manquehue se pone morado con rosado y verde y uno sabe que hay que irse. Como cuando se terminaba el Seven. Había poco tráfico y yo flotaba por el universo, mirando los cerros y los álamos de Estoril, escuchando canciones, mirando por el espejo retrovisor a mis tres cachorros, pensando que en unos días estaríamos todos juntos veinticuatro horas al día por tres semanas. Al llegar a la casa, y esto es verdad, había una nube blanca, inmensa, de la que salían esplendorosamente los rayos del sol, como en esas películas de la Biblia. Entonces, apenas voy entrando, me llama el Feli y me dice que se echó a perder mi auto. El que usamos para ir de vacaciones. El mismo que se echó a perder el año pasado dos días antes de irnos. Busco el teléfono de la grúa del seguro y no lo encuentro. Lo encuentro, llamo y me dice una grabación que el número no está asignado. Encuentro una tarjeta con otro teléfono, que me dice que si quiero información, entre a la página web. Alternativa, busco la carpeta con la póliza, milagrosamente la encuentro, pero, pequeño detalle, el seguro ha vencido hace tres días. La mostaza sube y sube. Entonces llega el Feli y me dice que no me preocupe, que tiene planes de la A a la Z para que todo esté bien. Y yo casi no puedo escucharlo.