Cloudsy
Es Viernes, hora de almuerzo. Quiero comer sola. Y leer. Voy por la calle escuchando More Than I Can Say, porque desperté con Leo Sayer en la cabeza, y me rio acordándome de su afro. Siempre me pregunté si se enrularía el pelo. Oliver Sacks dice que todos reproducimos incesantemente música en nuestras cabezas. El cerebro tiene un iPod dentro. El cerebro. Oh oh yeah yeah, I love you more than I can say. Camino por la calle de los naranjos, el cielo está azulino y no hay una sola nube. El sol tiene un filtro amarillo puesto hoy. Me siento en una mesa y suena Heart (Stop beating in time). Me transporto a los 11 o 12, viendo Música Libre en el canal 11. En mi cabeza suenan también Pressure de Billy Joel y Down Under de Men At Work.
Juliet, Naked, la última novela de Hornby me hace reir y pensar. Hornby suele ridiculizar a sus personajes melómanos para luego redimirlos. Pero las cosas de las que se burla yo las conozco y por eso me hace pensar. Me acuerdo del Sábado pasado, de la competencia de iPods con Pablo y Pato. Pato pensando que me iba a pillar con Ohne Dich. O con Square Rooms. O con Meet Me Half Way. Yo disparé de vuelta con Forever, que tiene ese solo de Steve Lukather que da dolor de guata, con Video Killed The Radio Star (siempre funciona) y rematé con F. R. David. Como dijo mi amigo Cancino una vez, "cualquiera que tenga el CD de F.R. David está a un paso de la salvación." Lo mismo digo yo de quien pueda cantar de memoria Surrender To Me. Una vez nos preguntamos con un melómano personaje por qué sería que nunca olvidábamos la primera vez que escuchábamos una canción y reproducíamos el recuerdo como la escena de una película. No hubo explicaciones. Camino por Reyes Lavalle y miro hacia arriba. Las encinas aún tienen hojas encima. Las que no cayeron todavía, porque sigue sin llover. Entre medio del café, cielo azul. Me pregunto de qué color estoy yo. Pero antes de contestarme suena Krafty y vuelo a un domingo de invierno, frío, yo intentando dormir un rato en la cama de la Magda. Daniel Levitin, amigote de Sacks, dice que lo importante en un sistema de almacenamiento de datos no es tanto el almacenaje en sí, sino las claves para rescatar esos datos y traerlos a tí cuando quieres consultarlos. Invocarlos. Me gusta esa palabra. Las canciones sirven para eso, dice Levitin. No lo sabré yo.
Después de conversar con la neuróloga de Pedro, no puedo evitar pensar que tal vez eso que divierte a tanta gente, mi capacidad para desenterrar recuerdos envueltos en música o esa irritante manía de registrar nombres de canciones, discos, bandas, guitarristas y vocalistas, o todas esas cosas que mi mente graba sin que yo se lo pida, como nombres de personajes de libros y películas, frases de mis amigos o líneas de guiones; cosas como recordar la ropa que lleva puesta la gente cuando la veo, o la forma de sus manos; incluso mi oído musical, mi capacidad para memorizar melodías en un segundo, provengan de la compensación que tuvo que hacer mi cerebro ante falencias que traía de fábrica. Lo que tiene Pedro es hereditario y probablemente tanto el Feli como yo lo tengamos. Sólo que a estas alturas pasa inadvertido. Para colmo el enano es zurdo y hay mayor incidencia de estas cosas en niños zurdos que en niños diestros. A mí personalmente me encanta que sea zurdo, que vea las cosas diferentes y que en su mundo predomine el hemisferio derecho, el de la creatividad, el arte y la música. Pero habita en un mundo diestro y tiene que desenvolverse en él competentemente.
Es curioso. Pensé que no tenía nubes dentro. Pasaron varios días y por más que trataba de meterme el cielo azul en el cuerpo, no podía. No quería ver mi nublosidad. Me enfoqué más en la de mi amiga Jime. Sólo cuando hablé, más bien, cuando escribí, pude verlo, y caí en cuenta que había estado preocupada únicamente de seguir empujando el carro, como si nada hubiera pasado. Mi querida Ana María Riquelme se estaría agarrando la cabeza a dos manos o al menos riéndose sin decirme nada, pero todo, con los puros ojos. Porque empujar el carro ciegamente no es otra cosa que negación. Negación activa, si se quiere. Pero la negación no sirve más que para dilatar la acción que sí sirve. Pienso en las miles de veces que nos hemos reído con el Feli de las cosas de cada uno que reconocemos en nuestros niños. Tantas veces nos hemos alegrado de haberles transmitido cosas nuestras. Pero no esta vez. Y sé que está mal, que no corresponde esperar que tengan una vida perfecta o que sean exitosos sin esfuerzo. Mientras escribo, recuerdo. Escucho. Los hijos nos eligen. No tenemos hijos cuando queremos, sino cuando podemos. Nos llegan porque somos los padres adecuados para ellos, los guías que necesitan, incluso aunque racionalmente no nos creamos capaces ni nos sintamos preparados para recibirlos. Mirando a nuestro Pedro dibujar, construir maravillosas estructuras de Lego y flotar en su hemisferio propio, pienso que tal vez debiéramos concentrarnos en lo que podemos transmitirle y entregarle para ayudarlo a encontrar su propia forma de aprender y su particular sitio en el mundo. Sin expectativas desenfocadas ni originadas en aspiraciones fallidas o en "deber seres", pero sin condescendencia ni subsidio a la mediocridad. No parece nada fácil. Pero de pronto me siento mejor. Siento que lo podríamos hacer. Que para eso estamos, en realidad.
Juliet, Naked, la última novela de Hornby me hace reir y pensar. Hornby suele ridiculizar a sus personajes melómanos para luego redimirlos. Pero las cosas de las que se burla yo las conozco y por eso me hace pensar. Me acuerdo del Sábado pasado, de la competencia de iPods con Pablo y Pato. Pato pensando que me iba a pillar con Ohne Dich. O con Square Rooms. O con Meet Me Half Way. Yo disparé de vuelta con Forever, que tiene ese solo de Steve Lukather que da dolor de guata, con Video Killed The Radio Star (siempre funciona) y rematé con F. R. David. Como dijo mi amigo Cancino una vez, "cualquiera que tenga el CD de F.R. David está a un paso de la salvación." Lo mismo digo yo de quien pueda cantar de memoria Surrender To Me. Una vez nos preguntamos con un melómano personaje por qué sería que nunca olvidábamos la primera vez que escuchábamos una canción y reproducíamos el recuerdo como la escena de una película. No hubo explicaciones. Camino por Reyes Lavalle y miro hacia arriba. Las encinas aún tienen hojas encima. Las que no cayeron todavía, porque sigue sin llover. Entre medio del café, cielo azul. Me pregunto de qué color estoy yo. Pero antes de contestarme suena Krafty y vuelo a un domingo de invierno, frío, yo intentando dormir un rato en la cama de la Magda. Daniel Levitin, amigote de Sacks, dice que lo importante en un sistema de almacenamiento de datos no es tanto el almacenaje en sí, sino las claves para rescatar esos datos y traerlos a tí cuando quieres consultarlos. Invocarlos. Me gusta esa palabra. Las canciones sirven para eso, dice Levitin. No lo sabré yo.
Después de conversar con la neuróloga de Pedro, no puedo evitar pensar que tal vez eso que divierte a tanta gente, mi capacidad para desenterrar recuerdos envueltos en música o esa irritante manía de registrar nombres de canciones, discos, bandas, guitarristas y vocalistas, o todas esas cosas que mi mente graba sin que yo se lo pida, como nombres de personajes de libros y películas, frases de mis amigos o líneas de guiones; cosas como recordar la ropa que lleva puesta la gente cuando la veo, o la forma de sus manos; incluso mi oído musical, mi capacidad para memorizar melodías en un segundo, provengan de la compensación que tuvo que hacer mi cerebro ante falencias que traía de fábrica. Lo que tiene Pedro es hereditario y probablemente tanto el Feli como yo lo tengamos. Sólo que a estas alturas pasa inadvertido. Para colmo el enano es zurdo y hay mayor incidencia de estas cosas en niños zurdos que en niños diestros. A mí personalmente me encanta que sea zurdo, que vea las cosas diferentes y que en su mundo predomine el hemisferio derecho, el de la creatividad, el arte y la música. Pero habita en un mundo diestro y tiene que desenvolverse en él competentemente.
Es curioso. Pensé que no tenía nubes dentro. Pasaron varios días y por más que trataba de meterme el cielo azul en el cuerpo, no podía. No quería ver mi nublosidad. Me enfoqué más en la de mi amiga Jime. Sólo cuando hablé, más bien, cuando escribí, pude verlo, y caí en cuenta que había estado preocupada únicamente de seguir empujando el carro, como si nada hubiera pasado. Mi querida Ana María Riquelme se estaría agarrando la cabeza a dos manos o al menos riéndose sin decirme nada, pero todo, con los puros ojos. Porque empujar el carro ciegamente no es otra cosa que negación. Negación activa, si se quiere. Pero la negación no sirve más que para dilatar la acción que sí sirve. Pienso en las miles de veces que nos hemos reído con el Feli de las cosas de cada uno que reconocemos en nuestros niños. Tantas veces nos hemos alegrado de haberles transmitido cosas nuestras. Pero no esta vez. Y sé que está mal, que no corresponde esperar que tengan una vida perfecta o que sean exitosos sin esfuerzo. Mientras escribo, recuerdo. Escucho. Los hijos nos eligen. No tenemos hijos cuando queremos, sino cuando podemos. Nos llegan porque somos los padres adecuados para ellos, los guías que necesitan, incluso aunque racionalmente no nos creamos capaces ni nos sintamos preparados para recibirlos. Mirando a nuestro Pedro dibujar, construir maravillosas estructuras de Lego y flotar en su hemisferio propio, pienso que tal vez debiéramos concentrarnos en lo que podemos transmitirle y entregarle para ayudarlo a encontrar su propia forma de aprender y su particular sitio en el mundo. Sin expectativas desenfocadas ni originadas en aspiraciones fallidas o en "deber seres", pero sin condescendencia ni subsidio a la mediocridad. No parece nada fácil. Pero de pronto me siento mejor. Siento que lo podríamos hacer. Que para eso estamos, en realidad.