Para Qué Leo Libros Cabezones
Leo Y El Cerebro Creó Al Hombre, un libro que explica cómo en un momento dado nuestro cerebro pasó, de ser un mero gestor y administrador de la vida, a tener conciencia de sí mismo y originar toda la emocionalidad humana. Con el tiempo he aprendido a leer libros sobre neurociencias manejando la angustia de no entenderlo todo. Y digo angustia, porque a mi ego no le gusta nada lo de no poder entender y memorizar a la primera todo lo que lee, pero ha terminado por conformarse con entender lo básico y esencial. Es que no hay nada más fascinante que leer sobre cómo funciona la mente. La Loca de Arriba, como dice Ramón, o ese pedazo de nosotros que parece no pertenecernos, la cabeza, porque es sumamente impertinente y se manda sola.
Hace unas semanas la revista del Sábado traía un artículo sobre un neurocientífico chileno, discípulo de Maturana, que, entre otras cosas, está estudiando el cerebro de niños diagnosticados con déficit atencional, porque él piensa que ellos simplemente tienen una forma diferente de pensar, la cual hay que entender y a la que hay que enseñar, correlativamente, de una manera distinta. Unas páginas más adelante, venía una entrevista a la viuda de Francisco Varela, uno de mis ídolos de la vida. El año pasado, leyendo mis libros de budismo para dummies occidentales, me encontré con que el Dalai Lama se refería a Varela como su Maestro. Mi cabeza se fue a Dave Grohl, cuando Dylan le dijo que quería comenzar a hacer Everlong. Uno podría pensar que si el Dalai Lama te considera su maestro, estás más o menos listo. Pero no es así como funciona. Es bonita la entrevista y en ella se ve como el Dalai Lama estuvo detrás de la pelea de Varela por extender su vida para seguir trabajando como científico visionario y genial.
Como secuela de mi anterior post, veo que no es casualidad que San Martín, a.k.a. Pobre Pibe, haya aparecido en mi escenario con sus libros sobre inteligencia emocional, ontología del lenguaje y su veneración por los filósofos alemanes, Maturana y Varela. Supongo que no es casualidad tampoco que, salvo por el Búho de Minerva, no me haya leído ninguno de esos libros sino hasta el momento en que llegaron a mis manos nuevamente. Supongo que no por nada me rayé con El Pasado de la Mente, Blink y los libros de Oliver Sacks y Daniel Levitin, ambos neurocientíficos estudiosos del cerebro en su relación con la música. Me imagino que por alguna razón no casual encontré en Buenos Aires ese libro llamado El Sueño, Los Sueños y La Muerte, del cual figura como autor el Dalai Lama, pero que en realidad, como descubrí luego, es una recopilación de los temas tratados en una de las Conferencias Mente y Vida, esos encuentros que hace el Dalai Lama con científicos occidentales, con narración en primera persona de Francisco Varela.
No tengo idea por qué me gusta leer libros cabezones, pero sí sé lo que sucede después que los leo. Alimentan mi cabeza y esa curiosidad, que está en mi ADN y también en el del Feli por saber sobre cosas que a pocos interesan, pero que luego sirven en el momento justo y a la persona correcta. Son como naves espaciales para viajar a otros mundos. La instructora de meditación nos pregunta por qué y cómo hemos llegado a sentarnos en El Cojín, como dice que dicen ellos. Cada uno de los que llegamos ahí esta mañana a la primera instrucción cuenta su pequeño cuento. Búsqueda. Explorar la mente. Conectarse. Poner la mente en blanco. Es lo que más se oye. Al poco rato nos ha quedado claro que la mente sólo se acalla con años de práctica y disciplina. Oh, no, no podremos matar a HAL. Pero sí podemos ser gentiles con nosotros mismos, ver venir nuestros pensamientos y mandarlos a pasear para que nos dejen tranquilos por un rato. "Y esa es la técnica" - nos dice, riéndose, al terminar su explicación para que nos adentremos en el supremo arte del no hacer nada- "meditar no tiene un propósito". Yo me siento como si me hubieran entregado una mochila con una botella y un pedazo de pan para cruzar los Himalaya. En el fondo de la sala está la foto de un monje budista. Nos cuenta la instructora que al tiempo de la salida del Tíbet estaba a cargo de un monasterio. Cuando llegó a Estados Unidos captó la incapacidad de los occidentales para vivir en el aquí y el ahora y el sufrimiento que eso nos causa. Siempre añorando el pasado y anhelando el futuro. Con la mente y el cuerpo desconectados, que es un tema que aparece en el libro que estoy leyendo. El asunto es que el monje comenzó a enseñar budismo, luego dejó los hábitos, fue a estudiar a Oxford, se casó y se hizo amigo de un científico chileno al que un día se le ocurrió perseguir yoguis por las cuevas de los Himalaya, cablearles la cabeza y monitorearles el cerebro mientras meditaban. El científico chileno, que no era otro que Francisco Varela, trajo el linaje de budismo del ex monje a Chile y formó un centro donde a uno le enseñan a meditar, sin necesidad de volverse budista ni de pagar un peso. Es donde llegué hoy. Por fin.
Hace unas semanas la revista del Sábado traía un artículo sobre un neurocientífico chileno, discípulo de Maturana, que, entre otras cosas, está estudiando el cerebro de niños diagnosticados con déficit atencional, porque él piensa que ellos simplemente tienen una forma diferente de pensar, la cual hay que entender y a la que hay que enseñar, correlativamente, de una manera distinta. Unas páginas más adelante, venía una entrevista a la viuda de Francisco Varela, uno de mis ídolos de la vida. El año pasado, leyendo mis libros de budismo para dummies occidentales, me encontré con que el Dalai Lama se refería a Varela como su Maestro. Mi cabeza se fue a Dave Grohl, cuando Dylan le dijo que quería comenzar a hacer Everlong. Uno podría pensar que si el Dalai Lama te considera su maestro, estás más o menos listo. Pero no es así como funciona. Es bonita la entrevista y en ella se ve como el Dalai Lama estuvo detrás de la pelea de Varela por extender su vida para seguir trabajando como científico visionario y genial.
Como secuela de mi anterior post, veo que no es casualidad que San Martín, a.k.a. Pobre Pibe, haya aparecido en mi escenario con sus libros sobre inteligencia emocional, ontología del lenguaje y su veneración por los filósofos alemanes, Maturana y Varela. Supongo que no es casualidad tampoco que, salvo por el Búho de Minerva, no me haya leído ninguno de esos libros sino hasta el momento en que llegaron a mis manos nuevamente. Supongo que no por nada me rayé con El Pasado de la Mente, Blink y los libros de Oliver Sacks y Daniel Levitin, ambos neurocientíficos estudiosos del cerebro en su relación con la música. Me imagino que por alguna razón no casual encontré en Buenos Aires ese libro llamado El Sueño, Los Sueños y La Muerte, del cual figura como autor el Dalai Lama, pero que en realidad, como descubrí luego, es una recopilación de los temas tratados en una de las Conferencias Mente y Vida, esos encuentros que hace el Dalai Lama con científicos occidentales, con narración en primera persona de Francisco Varela.
No tengo idea por qué me gusta leer libros cabezones, pero sí sé lo que sucede después que los leo. Alimentan mi cabeza y esa curiosidad, que está en mi ADN y también en el del Feli por saber sobre cosas que a pocos interesan, pero que luego sirven en el momento justo y a la persona correcta. Son como naves espaciales para viajar a otros mundos. La instructora de meditación nos pregunta por qué y cómo hemos llegado a sentarnos en El Cojín, como dice que dicen ellos. Cada uno de los que llegamos ahí esta mañana a la primera instrucción cuenta su pequeño cuento. Búsqueda. Explorar la mente. Conectarse. Poner la mente en blanco. Es lo que más se oye. Al poco rato nos ha quedado claro que la mente sólo se acalla con años de práctica y disciplina. Oh, no, no podremos matar a HAL. Pero sí podemos ser gentiles con nosotros mismos, ver venir nuestros pensamientos y mandarlos a pasear para que nos dejen tranquilos por un rato. "Y esa es la técnica" - nos dice, riéndose, al terminar su explicación para que nos adentremos en el supremo arte del no hacer nada- "meditar no tiene un propósito". Yo me siento como si me hubieran entregado una mochila con una botella y un pedazo de pan para cruzar los Himalaya. En el fondo de la sala está la foto de un monje budista. Nos cuenta la instructora que al tiempo de la salida del Tíbet estaba a cargo de un monasterio. Cuando llegó a Estados Unidos captó la incapacidad de los occidentales para vivir en el aquí y el ahora y el sufrimiento que eso nos causa. Siempre añorando el pasado y anhelando el futuro. Con la mente y el cuerpo desconectados, que es un tema que aparece en el libro que estoy leyendo. El asunto es que el monje comenzó a enseñar budismo, luego dejó los hábitos, fue a estudiar a Oxford, se casó y se hizo amigo de un científico chileno al que un día se le ocurrió perseguir yoguis por las cuevas de los Himalaya, cablearles la cabeza y monitorearles el cerebro mientras meditaban. El científico chileno, que no era otro que Francisco Varela, trajo el linaje de budismo del ex monje a Chile y formó un centro donde a uno le enseñan a meditar, sin necesidad de volverse budista ni de pagar un peso. Es donde llegué hoy. Por fin.