La Punta del Cerro
Hace cinco años, cuando llegamos aquí, nos contaron que en lo alto de un cerro vecino existía una laguna. Por distintas razones, guaguas, embarazos y desalineaciones planetarias, nunca habíamos podido conocer la famosa Laguna del Huemul. Así que poniendo en práctica mis recientes aprendizajes, decidí hacer que ello ocurriera: armé una subida a la Laguna, con el Feli, Ofito y sus niños grandes y nuestro guía estrella, Lucho. Lucho nos dio a elegir entre dos rutas, la tradicional, que va por la lava y roca a pleno sol y una nueva, un poco más larga, pero que va casi todo el rato por el bosque y solo al final sale a la roca. En corto, lindo y fresquito el bosque, pero a los cuarenta minutos el único que no lloraba era Lucho.
Cuando me canso subiendo cerros dejo de hablar, pero no dejo de pensar y pensar y pensar. Echeverría diría que lo que ocurre es que mis conversaciones se quedan en el ámbito de lo privado y dejan de ser públicas, dado que nunca dejamos de lenguajear y de conversarnos a nosotros mismos. En la punta del cerro me acordé de cuando acampamos en El Morado, con Pobre Pibe y sus amiguitos exploradores y tuve que subir con esa mochila horrorosa y soportar un temporal de viento espantoso y dormir con piedras incrustadas en las costillas. Recuerdo que bajamos muy enojados pero tuvimos que ponernos en la buena porque pasamos horas esperando que despejaran el camino que había quedado bloqueado por un derrumbe. En todo caso el paseo es extraordinario y ver el glaciar fue impresionante. También me acordé del Otoño en que comencé a leer El Señor de los Anillos mientras los fines de semana subíamos los cerros de Santiago. Me pregunté qué habrá sido de mi amigo Paul, que nunca más me escribió y, oh Dios, de doña Mariana, que a pesar de su marido, sus cinco hijos y su van, terminó enredada con Marco, el instructor de step y guía improvisado de cerros. Me acordé de esa vez en el Cajón de Maipo, cuando nos dejaron atrás al Paul y a mí y se perdieron, mientras nosotros, pavos, nos pasamos la tarde sentados debajo de un Quillay, hablando de música y Star Wars. Nunca antes se me había hecho tan evidente que fuimos su cohartada perfecta por un buen rato y que no nos dimos ni cuenta. También pensé que ojalá no apareciera una araña pollito, pero que era bastante patudo de mi parte esperar eso, considerando que era yo la que me estaba metiendo en su territorio. Me acordé de cuando subimos el Volcán Chillán con el Feli, cuando éramos jóvenes y hermosos, como le decimos a la Magda; de cuando hicimos los trekkings de Yosemite y llegamos a meternos en el jacuzzi; de cuando subimos a las lagunas de Huerquehue con la Magda en la mochila, tres kilómetros y medio cada uno, de pura subida. Y también me acordé de esa columna de la Paula Serrano que hablaba sobre las vacaciones de las madres. En realidad esa columna era más bien para las madres abusadas por hijos y maridos en vacaciones, cosa que a mí no me sucede, pero terminaba diciendo que lo realmente difícil era tomar vacaciones de uno mismo, lo cual sí me llegó.
Me gusta subir cerros, porque es como un combate cuerpo a cuerpo con uno mismo. O cuerpo a mente, porque el cuerpo en realidad resiste mucho más de lo que la mente le quiere hacer creer. La aguafiestas de siempre. Uno quiere llegar arriba, pero se boicotea todo el rato, inventándose las excusas más estúpidas. Uno sigue adelante, pero igual piensa que en lugar de estar ahí con el corazón acelerado, transpirando, con esa sed de la yegua y los pies y las manos a punto de reventar, podría haberse quedado echado bajo un árbol, descansando. Pero hay algo absolutamente mágico en llegar a la cima de un cerro y mirar hacia abajo. Los montañistas lo llevan al extremo, pero a mí se me imagina que la sensación es parecida. Cuando terminamos de subir la maldita última parte, que es puro acarreo, me acordé de la sensación inolvidable del momento en que, cuando subimos con la Magda a Huerquehue, entramos en el bosque de araucarias y apareció la primera laguna. Esa vez pensé que así debía sentirse entrar en el Paraíso. Ahora creo que es mejor pensar que podemos sentir eso en esta vida, aquí, ahora y no después de morirnos. Y que el premio por ganarnos a nosotros mismos es esa sensación maravillosa de tener el cuerpo exhausto y la mente en blanco.