Flanders
Pero ocurrió algo interesante. Probablemente gracias a ese mismo sueño invernal, Brujas llegó al siglo XX casi intocada, al menos en su casco viejo. Uno se baja en la estación de trenes y comienza a caminar por un entorno bastante contemporáneo, pero a poco andar aparecen antiquísimas torres, agujas, contrafuertes y arbotantes, todo construido en la típica piedra caliza europea, que casi siempre está teñida con hollín, que le da esa dosis de dramatismo y truculencia que uno espera.
A pesar de la fascinación de ver por fin esas construcciones que me habían llamado la atención desde que era chica, me pasó una cosa extraña. Visité una iglesia muy antigua, tan antigua que para entrar había que bajar hacia los niveles en que se construía en ese tiempo. Y me sentí mal, una opresión en el pecho, como si el aire se hubiera puesto húmedo y denso de pronto y a pesar de toda la imponente belleza de la piedra, la atmósfera hubiera estado cargada de algo. Se dice que las iglesias acumulan las miserias de los seres que lloran y sufren en ellas. Y si eso ha ocurrido por casi mil años, saca la cuenta. Además, en la Edad Media, las iglesias se usaron para muchísimo más que hacer misa.
De cualquier manera, la ciudad tiene bien ganado su apodo de La Venecia del Norte. Está en mucho mejores condiciones y huele harto bien. A waffles y chocolate belga, de hecho. Y el nombre de Brujas le queda excelente en castellano, porque desde el Belfry y para quien se anima a subir los 83 metros de peldaños angostísimos y puede aguantarse el toque del carillón justo debajo de las campanas, es una experiencia increíble ver miles de torres y agujas, iguales a como uno se imagina las casas de las brujas de los cuentos. A la hora de la puesta de sol, los techos oscuros se recortan contra el cielo, negros y puntiagudos, tal como dibujamos sus clásicos sombreros. Definitivamente, Flanders es más que un personaje de Los Simpsons.