Hace unos días me acordé de la conversación que tuve con la Claudia en Algarrobo este verano. La Claudia es una prima del Feli que tiene dos matrimonios con sendos pasteles y cuatro hijos entre los 20 y los 4, incluyendo novicia en convento de clausura y vagoneta ex estudiante de derecho. Ella me contó que cuando finalmente el niño soltó la pepa de que se había echado todos los ramos posibles, había decidido darle la oportunidad de buscar su vocación a cambio de que trabajara por un tiempo. A mí eso me sonó más bien a premio. Derecho es una carrera fácil, si no la más fácil de las carreras "top". No hay que dar pruebas especiales, no hay que ser ningún genio, ni siquiera es necesario ir a clases. Basta con poder entender lo que se lee y ser disciplinado. Pero es bien entendible que a alguien no le guste. Por otro lado, qué decirle a la Claudia respecto de cómo manejar a su hijo, más aún siendo ella profesora. Aunque solemos guatear con lo propio. Es que yo lo veía así: el cabro seguiría llegando a casa, encontrando comida y cama hecha, ropita limpia y olorosita y además ahora iba a tener su propia plata. Lo único que recuerdo haberle dicho a la Claudia fue si acaso realmente creía que un niño de 20 años podía saber cuál era su vocación. Que no es lo mismo que saber para qué uno sirve o lo que tiene que hacer. Ella no supo qué decirme. Yo pensé que a los 18 sabía lo que "tenía" que hacer, aunque ni idea de lo que era mi vocación.
El otro día almorcé con la Denise y Jofré. Jofré está planeando la retirada, tiene una novia francesa y piensa irse a estudiar un MBA a España, probablemente, con una sola cosa clara: quedarse allá y no trabajar más de abogado. La Deni, según ella en
midlife crisis, cuenta los años para que el Titi se forre y pueda dejar de trabajar, al menos como abogado. Yo pensé que de todos modos, si uno mira alrededor, no ve mucha gente trabaje en algo que les guste. Menos en lo que es su vocación. Veamos, los curas, las monjas, si es que, en estos tiempos y los médicos, que no valen porque son extraterrestres. Comparada con mis amigos, yo me siento en otro carro. Con ascensos y descensos, euforia e indiferencia, más amor y odio, todo bien cíclico, en la última línea no me quejo. Igual mientras caminaba de vuelta a la oficina ese día pensé en lo de la vocación. Me acordé de cuando estaba en cuarto medio y no sabía qué estudiar. Venía la PAA y el Angel Gabriel no me visitaba. El test vocacional no ayudó mucho, porque la conclusión fue algo así como que servía para casi todo, salvo carreras de como medicina o enfermería. Y pensar que había estado en el Científico, abriendo ratas iguales a Pinky y soltando gatos condenados a muerte en el laboratorio.
Lo terrible es que ahora soy mamá y en unos años más tendré que guiar a mis hijos en lo de qué hacer con sus vidas, incluyendo cómo ganarse la vida. No sé cómo diablos se hace eso. Me da terror pensar en ayudar a alguien a tomar una decisión correcta en un mundo en que no hay decisiones correctas, sino sólo personas y sus circunstancias. Tampoco sé cómo se logra no traspasarles nuestros fantasmas, demonios y razones para decidir lo que decidimos a nuestro tiempo, siendo que su tiempo será otro. Mirando atrás, quizás sea posible, creyendo de verdad en ellos como hijos. Y en nosotros como padres. De cualquier manera, no creo que uno esté obligado a conocer su vocación a los 18. Tampoco me parece posible exigirle a un hijo que la conozca en ese momento. En cambio sí creo que ellos tienen que tomar ciertas responsabilidades en su vida. No se trata de agobiarlos, pero yo creo que como padres estamos obligados a transmitirles ese mensaje, sin confundirlos o hacerles pensar que no importa. No creo que sea bueno alentar la eternamente auspiciada
road movie life. Al menos si uno no les va a dejar una comuna de Santiago como herencia. La vida es de verdad y es linda, pero es dura y es rápida y no creo que haya mucho tiempo para que un niño pueda vagar en busca de su vocación para decidir qué hacer en la vida y cómo pagar sus cuentas. Y puede que me equivoque, pero siento que el asunto de la vocación está medio sobrevalorado por estos días. Incluso creo que tiene que ver con el fenómeno marsupial de moda, la Generación Canguro, en jerga de Revista Ya o Paula. Los padres se quejan, pero no creo que sea solamente culpa del chancho. Del canguro en este caso. Como sea, yo no quiero eso para mis hijos. Tampoco para mí, así que supongo que aplicaré la técnica de las siempre sabias madres animales: el Gruñido Cariñoso. Espero poder hacerlo. Por mi parte, sigo en busca de mi vocación. De hecho me estuve preguntando si acaso se puede tener más de una. El otro día pensaba en la ducha, mi segundo templo de meditación luego del auto, que lo que realmente me gusta hacer y para lo que me siento llamada, que al final eso significa la famosa palabra, es para una combinación de jardinería, con
handcrafting de todo tipo, más lectura y ganas de aprender. El problema es que a eso se dedicaban los monjes medievales. Y lo de monja, claramente, no es lo mío.